sábado, 29 de noviembre de 2008

Nocturnos

I
Su nuevo estado le parecía maravilloso. En un breve instante entre la noche y el amanecer habían desaparecido, de pronto, todos sus miedos. Ahora ya no tenía que temer nada. Tenía tiempo. Siempre había tenido miedo del tiempo. De la brevedad. De al morir dejar algo inconcluso, dejar pendientes todas aquellas cosas que anhelaba conocer su infinita curiosidad, de dejar de buscar en algún momento, para siempre, para toda la eternidad. Aquel para siempre la abrumaba. No podía pensarlo sin que su cuerpo se revolviese en un estado de furiosa rebeldía, gritando desde algún rincón ¿por qué no puede ser? No anhelaba el poder de los dioses, no quería ningún poder en absoluto, sólo quería tiempo, no vivir con prisas, poder prescindir del límite para saborear cada cosa con calma, sin sentir a cada momento que estaba renunciando a demasiadas cosas por vivir sólo una.
Ahora todo eso ya no importaba en absoluto. Tenía tiempo. Tenía mucho tiempo. Toda la eternidad se hallaba, sin que ella acabase de ser consciente del todo, tocando con su existencia el infinito. Su palidez le pareció hermosa; la palidez fría de la muerte, que en realidad, no lo era; simplemente su cuerpo había cambiado. Y su mente había crecido. Demasiado y demasiado rápido quizás, pero se acostumbró enseguida. Su palidez se parecía a la calma que en ese momento sentía.
En su vida, nunca había permanecido tranquila, se encontraba siempre en un estado de búsqueda insaciable, en un intento por romper los límites, persiguiendo algo desconocido o inalcanzable que sabía de antemano que no tendría nunca, pero eso no importaba. Importaba sólo buscar y la satisfacción de vivir en la búsqueda. Ahora ya no hacía falta. Podía seguir, sí, pero sin buscar nada. Lo tenía. Era eterna. Pálida y eterna. El placer que sentía era indescriptible. Él también era eterno. Y pálido. Mucho más pálido que ella; y aquella blancura tan hermosa la fascinaba. Lo contemplaba, serena, agradecida, en su estado apacible. Estaba sentado, muy quieto, ante el gran
fuego de la chimenea y sus labios parecían brillar, rojos, en una sonrisa muy suave, casi imperceptible.
Él sintió su mirada y se giró lentamente, sin variar su expresión, hacia ella.
- ¿Por qué me has hecho? –le preguntó- ¿Ha sido por la soledad?
- No –dijo él -Nunca he temido la soledad. Me gusta, ha sido una de las cosas que siempre he deseado, estar solo. Estar solo y ser libre es algo muy parecido y siempre sueño con la libertad. No ha sido eso. Has sido tú. No podía soportar que algún día dejaras de existir. La soledad tiene su esencia cuando no existe otra persona con la que compartir, con la que comunicarse. Tú eres diferente. Te prefiero a la soledad. Eres mejor.
Ella asintió ligeramente y le sonrió sin acabar de entender muy bien en qué lo sería, en qué se diferenciaba del resto y cómo él lo había percibido.
Lo había notado a lo largo de su vida. Se había encontrado, desde siempre, en un estado muy alejado de aquél en el que permanecían el resto de las personas, pero nunca había podido explicarse qué era aquello que la diferenciaba. A veces, aquella falta de capacidad para comunicarse con el género humano le había provocado inseguridad, pero ahora esa sensación desaparecía. Ya no tenía que conectar con aquella especie misteriosa a la que nunca había entendido del todo. Siempre había sido recíproco. La especie tampoco la entendía a ella. Y ahora, de pronto, un ser extraño, diferente, de otra raza, había entrado en ella, en lo más profundo de su mente y había comprendido aquello contra lo que había luchado durante toda su vida, y ese algo dejaba de ser monstruoso y se volvía suave, querido, deseado. Eso la hacía sentirse bien. Se encontraba demasiado bien y aquello le parecía extraño. La calma. La deseada calma. Se preguntó, de pronto, cómo podía quererla. No. No era eso. Lo que se preguntó en realidad fue si ese extraño ser distante y frío era capaz de querer. Intentó buscar la respuesta en sí misma. Intentó descubrir en su cuerpo, en aquel nuevo estado, alguna sensación parecida al amor. ¿Qué sentía? Lo miró durante un rato, largamente, intentando encontrar dentro de sí un vestigio de cariño, algún pequeño rastro de amor, y sintió algo, pero no era lo que estaba buscando. No era aquel amor frágil, apasionado, egoísta. Lo que sentía no tenía nada que ver con eso. De hecho, no sabía si realmente sentía algo.
- ¿Cómo queremos? –preguntó.
Él la miró y en su mirada creyó percibir un brillo divertido, como si aquella pregunta le hubiera hecho gracia.
- Es difícil -dijo entonces. Y su mirada cambió. Ya no era divertida. Pensaba en algo y por unos momentos estuvo muy lejos- ¿Cómo explicártelo? Al principio tampoco yo lo sabía. Creía que no éramos capaces. Que ese tipo de sensaciones nos estaban prohibidas. Que después de la muerte no se podía amar. No es así, pero no es como antes. Es algo más..., puedes penetrar en el último rincón, en el más profundo, en el último pensamiento y entenderlo y quererlo. Querer ese pensamiento, que es la esencia, y desear tan sólo que aquel pensamiento exista, que otro ser, otra mente creadora, esté. Simplemente eso: que esté, y poseerla a veces, y ser otras veces poseído por ella. No es amor humano. Ese dispararse de dos mentes unidas, diferentes, pero totalmente compenetradas. Ellos lo llamarían utopía. Pero nosotros podemos hacerlo. Podemos querernos así. No todos. No entre todos. La verdad es que sucede demasiado poco. En mi caso sólo ha sucedido contigo y quiero beber todos tus pensamientos, porque todos ellos me apasionan y de pronto los necesito. Por eso te he hecho.
Ella, a su lado, lo miró con una especie de extraña ternura y le acarició suavemente la mano. Entonces se giró despacio y se alejó hacia la penumbra de la habitación. “Yo no lo quiero” pensó, y el pensamiento le provocó un ligero escalofrío.
- No has de quererme –dijo él de pronto, y se sintió incómoda al percibir que él lo había sabido- No es necesario. Sólo quiero que existas siempre. Quizás algún día... Pero no debes obligarte. Eres libre. Te he hecho, pero no me perteneces. Puedes irte o quedarte. Sobre todo, antes que nada, eres libre. Eterna y libre.
Se estaba haciendo de día. “Eres libre”. El eco de aquellas palabras resonaba en su mente. Lo miró un segundo más, vio cómo con un gesto delicado deslizaba la pesada tapa del ataúd y la dejaba sola, sumergida en las sombras, con sus pensamientos, que, sin querer, se habían vuelto inquietos. “Eres libre”, siguió escuchando en su cabeza, en un suave susurro que la acompañó mientras se deslizaba hacia un estado de inconsciencia y se perdió en algún lugar remoto en un largo y profundo sueño.
II
Abrió los ojos despacio y se sintió extraño, como si algo muy importante hubiese sucedido y no pudiese recordarlo, en aquel estado de semiinconsciencia en el que se vive durante unos segundos al salir del sueño. Poco a poco las imágenes fueron llegando a su mente y una oleada de placer se fue apoderando de su cuerpo. Allí estaría ella. Quizá durmiendo aún a tan solo unos metros de distancia. Tenía tantas cosas que enseñarle. Harían tantas cosas juntos. No recordaba, en toda su existencia, haber sentido aquel deseo de compartir su solitaria vida con alguien. Pero ella era diferente, y ahí estaba. Suya.
Deslizó la tapa y salió del frío y negro ataúd. Su mirada se dirigió enseguida al otro ataúd y, de pronto, notó algo extraño. Algo andaba mal. La tapa. No estaba bien puesta. El ataúd no estaba cerrado del todo. Se acercó de un salto y lo abrió.
Una sensación de terrible angustia recorrió su cuerpo. No estaba. Y, por primera vez en su vida, al ver aquel espacio vacío sintió una soledad inmensa y sin querer, por unos segundos, se sintió traicionado, pero fueron sólo unos segundos. “Ha sido la impaciencia”, pensó, “sólo eso”.
Pero entonces recordó la noche anterior, la ausencia de ella cuando él le hablaba de amor, su distancia...“No me quiere. Anoche lo vi”. Le había dicho que no hacía falta. Que era libre. Pero en el fondo sabía que aquellas palabras no eran del todo ciertas. Sí, era libre. Pero él quería que le amara. Como él a ella. Quería compartir demasiado y le abrumaba la idea de que a ella no le sucediese lo mismo. Con un rápido movimiento se deslizó hacia la puerta y en unos segundos la noche lo envolvió todo. El frío helado hizo que por unos momentos se sintiese mejor, y en aquella calle, vacía y oscura, se quedó inmóvil durante un largo rato, dejando que la noche, el frío y el silencio lo rodearan y le trajeran, como siempre, aquel sosiego helado e imperturbable con el que tanto gozaba.
III
La primera sensación que había sentido al despertar fue un intenso deseo de salir corriendo, de huir de aquella caja fría y oscura, de aquel ser que le había dicho que la amaba, pero que era libre. Sí, era libre, siempre lo había sido y ahora, en cambio, algo la hacía sentirse atada. El amor de aquel ser extraño al que no quería, quizás. Tenía que salir de allí. Abrió la tapa y comprobó aliviada que estaba sola en la habitación. Sin perder un segundo saltó a la calle y corrió, intentando alejarse lo más posible. Quería estar sola. Quería entender, entender unas cuantas cosas, lejos de aquel que la había “hecho” y se alejó todo lo que pudo, corrió hacia los campos, lejos de aquellas calles estrechas, intentando encontrar algún lugar donde nadie pudiese molestarla.
IV
Estaba a punto de amanecer y empezaba a pensar que quizás ella no volvería. La había buscado por toda la ciudad, durante toda la noche. ¿Por qué no volvía? Le quedaba muy poco tiempo. Esperaba, aterrado, consciente de que no podía haberle pasado nada. No con su poder; pero no era eso lo que temía. No. Estaba bien. Simplemente no quería volver. Apuraba hasta el último momento. No quería estar con él ni tan sólo aquellos breves minutos que faltaban para el alba. Permanecía sentado, inmóvil, ante la inmensa chimenea y no se movió cuando la oyó entrar y deslizarse suavemente a su lado. Siguió mirando el fuego cuando ella le tomó la mano y la mantuvo entre las suyas y le dijo en un susurro casi imperceptible: “yo no te quiero. No como tú a mí. No podré hacerlo”. Entonces lo soltó y se dirigió lentamente a su ataúd. Casi sin ruido cerró la tapa y él volvió a quedarse solo ante el fuego, apurando el último segundo, intentando que el peso de aquellas palabras se hiciese ligero, y no se movió hasta que una ligera claridad empezó a quemarle los ojos. Entonces se metió en su ataúd. Y sólo durante unos segundos, durante aquel breve instante en el que se encontraba cerrando la tapa, se sintió, de pronto, muy, muy cansado.
V
La noche siguiente fue igual. Y la otra, y la otra. Ella se marchaba antes de que él se hubiera despertado y volvía pocos segundos antes de que saliera el sol. Ya no se acercaba a él. Pasaba, silenciosa, por la estancia y se metía en su ataúd sin decir una sola palabra. Él la miraba durante aquellos breve segundos, en silencio, intentando encontrar algún vestigio de amor en aquellas facciones que habían adquirido una palidez deslumbrante, una dureza terrible, y entonces buscaba en aquella mirada vacía, fría, pero no había nada. Sólo quizás, a veces, creía percibir en ella un destello de placer. De infinito poder. No la entendía. No sabía nada. Simplemente, desaparecía cada noche y cuando volvía su poder parecía haber crecido; demasiado en tan poco tiempo. Y cada noche estaba más lejos de ella.
Deseó no haberla “hecho”, volver a estar solo, con la quietud del fuego y de las sombras, y poco a poco, mientras las noches pasaban, la fue olvidando. Sólo aquellos segundos, aquellos breves segundos, en los que al volver ella, llenaba la estancia con una corriente helada, él, levemente, recordaba su existencia. Pero se acostumbró a ello también y la existencia de aquel ser, dejó, al fin, de preocuparle.
A ella, en cambio, no le sucedía lo mismo. No podía soportar verlo allí, tan sereno, paciente, acostumbrado a todo, aceptándolo todo; y cada noche, la visión de ese ser apacible, ante la chimenea, solo, brillando a la luz de las llamas le provocaba, cada vez más, una sensación extraña y terrible. No quería verlo allí, sentado, noche tras noche, para siempre. Aquella idea la obsesionaba; quería estar sola. Y al principio, sólo al principio y durante un momento que pasó demasiado rápido, se asustó al darse cuenta de lo que quería de verdad, de que lo quería todo para ella, la noche intensa, la estancia oscura, la libertad de la soledad absoluta. Para ser sólo ella. Sólo ella y la noche infinita. Y para ello, aquel ser, al que pertenecía, tenía que dejar de existir. Marcharse lejos no serviría de nada. Era todo lo contrario a lo que él había dicho. El amor que sentía hacia ella, el solo hecho de saber que el otro existía bastaba. Para ella era todo al revés.
La existencia de aquel ser le pesaba. El saber que estaba en alguna parte, que podía encontrarlo, volver a verlo, aunque se marchase lejos, la horrorizaba.
No tardó demasiado en tomar la decisión. Sabía cómo hacerlo. La luz del sol. Eso bastaba. Lo había observado. Nunca apuraba tanto el tiempo como ella, pero regresaba siempre unos pocos minutos antes del amanecer. Demasiado poco tiempo como para buscar otro lugar donde protegerse de la luz si encontraba éste cerrado. Lo haría esa misma noche y sería libre para siempre. Y la eternidad sería suya. Sólo suya.
VI
No había manera de entrar. Puertas y ventanas habían sido reforzadas de tal manera que hacían la entrada imposible. Había sido ella. La sentía allá dentro, al otro lado de la puerta, fría, helada. ¿Por qué?, ¿qué quería? No sintió miedo. Sólo una infinita tristeza. Por su propia estupidez y por la de ella. ¿Cómo podía haber pensado que no estaba preparado para algo así? Para una emergencia de este tipo. Pero no lo había esperado de ella. No de ella. Había previsto el no encontrar un día su apacible estancia, su frío ataúd, y tenía varios lugares a los que acceder en pocos segundos. Se enfureció. A la inmensa tristeza que sentía se unió una furia sin límites, una rabia intensa que intentaba desahogar el sabor amargo de la decepción que le había provocado aquella traición inesperada. Y gritó. Un grito aterrador invadió el silencioso espacio, y tras él, la nada, sólo un susurro, que suavemente, sin fuerza, en un tono de infinita paciencia, decía: “ábreme, te lo advierto”. Pero no sucedió nada. Después, el silencio.
VII
Lo había hecho. Oyó su grito. Oyó cómo gritaba enfurecido, y su suave susurro, que le pareció, quizás, demasiado resignado. Era apacible hasta en la muerte. No podía entenderlo. Nunca había entendido su serenidad, esa frialdad indiferente y monótona que, sin querer, admiraba y temía. Pero eso, ahora, ya no debía preocuparla. Se había librado de él y ahora estaba sola, y nunca más tendría que ver aquel rostro suave e imperturbable. Nunca más. Sola para siempre.
Salió a la noche y la encontró diferente, inmensa, llena. Se abría ante ella un espacio infinito para explorar, que la esperaba. Y después, más tarde, al volver, sería ella la que llegaría unos minutos antes y se sentaría frente al fuego, en apacible calma, después de la caza, después de la oscuridad...
VIII
Era su primera noche, que pasó demasiado rápida; una primera noche fugaz en la que no cazó sólo por hambre, sino por placer, y en la que se llenó de lujuria y gozo, hasta que un dulce sopor le indicó que faltaba ya poco, que debía volver. Tenía que darse prisa, así que corrió, pensando en aquella inmensa chimenea que la esperaba, y cuando llegó, cuando encontró la pesada puerta cerrada, las ventanas inaccesibles, un terror infinito se apoderó de ella, un terror helado se deslizó por todo su cuerpo y tuvo que sujetarse a algo, apoyarse para vencer el choque que en menos de un segundo se había producido en su mente. La inmortalidad y la muerte.
En un fugaz instante, en tan sólo unas milésimas de segundo, había dejado de ser eterna, y ahora, todo su cuerpo estaba comprendiendo, aterrado, que en pocos segundos iba a morir, unos segundos largos y suaves, helados, que la llevarían poco a poco a la oscuridad eterna. Para siempre.
Cayó al suelo, su cuerpo no podía soportar aquel peso, se sintió demasiado débil, y cegada por aquella claridad que empezaba a llenar las calles, sólo pudo decir en un murmullo que apenas se oía, “por favor..., por favor, ábreme... por favor...”.
Y mientras, el sol, con un brillo intenso, se posó sobre aquel cuerpo confundido que cargaba sobre él todo el peso de una terrible pérdida, demasiado instantánea, demasiado intensa para poder ser asimilada, y que mientras se quemaba soltó con todas las fuerzas que le quedaban un grito largo, aterrado, de dolor y angustia. Un grito que se perdió en el espacio inmenso sin obtener ninguna respuesta, y que, solo, libre, acabó apagándose suavemente dejando tras de sí un suave y apacible silencio.
IX
Miraba el fuego. Sólo miraba el fuego. Nada más. Mantenía su mente vacía y sólo la llenaba con el suave calor de las llamas. No quería pensar en aquel grito, ni en el silencio, ni en aquel tenue susurro que le pedía que abriera. Estaría solo siempre. No volvería a “hacer” a nadie. Sólo miraba las llamas y esperaba que algún día el dulce color del fuego pudiese llegar a devolverle la apacible caricia de la serenidad.


Cuento publicado en antología Flores nocturnas, Ediciones el taller, 2001, y en la revista Azot cienciá ficción, 1998.

Nexo Joe

I
Soy un nexo. El último creo; algo así como el último samurai pero sin espada o lo que sea que utilicen los samuráis. No sé demasiado sobre eso. Ni siquiera hay metal en mi cuerpo. No llevo armas. Yo soy un arma. O lo era en un principio, esa era mi función. Pero mi nombre no es nexo. Es Joe. Lo de nexo lo copiaron de algún libro antiguo, hasta película hicieron, de aquellas que ya tenían color pero que se veían desde afuera de la pantalla. Sin que nadie se implicara, físicamente quiero decir. Bueno, eso era cuando había películas, ahora ya no queda nada de todo aquello. Ahora ya no queda nada de nada más que yo, Joe, el ¿último? nexo. Y si eso cuenta también queda lo que busco. Personas. He visto algunos mamíferos, ¿no iban a sobrevivir sólo las cucarachas?, pero no me sirven. Hay plantas, ratones, elefantes, peces, pero ni un maldito ser humano. Y tengo hambre. Aunque todavía no hay porque desesperarse, puedo resistir bastante, unos meses, y bien pensado ¿si encuentro un ser humano de que me serviría? Sobreviviría un par de meses quizás ¿y luego? Tendría que buscar otro. Buscar y buscar, eso sería mi vida. Me convertiría en uno de ellos, buscando para nada, queriendo más y más para luego quedarme otra vez insatisfecho. Mi paz interior desaparecería. Yo no soy como ellos. Ellos eran así desde el principio, buscando comida, buscando dioses, buscando explicaciones, buscando respuestas, buscando atención, fama, dinero, productos, artefactos, religiones..., es paradójico que fuesen ellos mismos los que me creasen a mí sin esas necesidades. Un planeta provisto de alimento, o por lo menos lo estaba cuando nací yo. Sentía, claro. Siento. El sol, la luz, el lento crecer de las plantas, si disminuyo mi ritmo hasta puedo sentir el movimiento de la tierra. Podría decir que escucho las piedras, que lo oigo todo y lo veo todo, en fin, tengo la capacidad de ponerme al ritmo de las cosas. Claro, eso fue un error. Algún líquido que se les cayó cuando experimentaban con el primero. Ese no soy yo. Yo soy el último, creo. Así que la cuestión del alimento no representaba ningún problema, al contrario, la población crecía y yo pasaba los días observando a los exquisitos manjares que caminaban ante mí. ¿Y, el resto?, dioses, ideologías creencias, ansiedades, ideales, sueños..., la verdad me importan un pimiento. Y no es porque sea un nexo, como los primitivos, de aquellos que eran incapaces de sentir cualquier cosa. No. Simplemente mi vida es el sueño. No tengo sueños a futuro, quiero decir, los vivo constantemente. No entiendo como podían soportarlo los seres humanos. Lo de los sueños a largo plazo, quizás fuese su forma de mantenerse ilusionados. Yo tengo lo que tengo y me basto. Mi cuerpo contiene todos los elementos necesarios para sentirse en paz. O los tenía. Ahora tengo hambre.
He recorrido casi la ciudad entera. La ex ciudad. He caminado durante días entre estos montones de escombros. ¡¿Y el instinto de supervivencia?!, ¡¿no estaban en la cúspide?! Pero puedo tomarlo con calma. Tengo tiempo. Y si nada aparece puedo desacelerarme un poco, pasar miles y miles de años inmóvil viviendo al ritmo de las rocas. Pero, no, no puedo vivir para siempre en ese letargo, en algún momento tendría que comer, surgiría la necesidad de moverme, de cambiar de ritmo, de correr, de escuchar el lento crecer de las plantas, de moverme con el agua, de convertirme en agua... quizás he de reconocer que sí tengo algunas necesidades, no podría pasarme la eternidad totalmente quieto. Pero supongo que es normal, soy un nexo, no un Buda. Aunque parece que Buda tampoco soportó la quietud en exceso.
II
Desde aquí, desde esta ciudad perdida se ve el desierto ahora que los edificios están en el suelo. En cierta forma es una ventaja, para mí claro, ellos ya no pueden disfrutar de esta panorámica ahora que se han asesinado. ¿No tenían varias religiones que prohibían matar al hermano y todo eso?, aunque a pesar de la genética nunca parecieron asimilar que todos provenían del mismo lugar. Es increíble pensar que una especie tan salvaje me haya creado a mí. Bueno, en algo tenían que lucirse. Ahora por fin puedo estirar la vista y eso compensa un poco el hambre. Mirar hacia delante y ver el espacio libre, podría decir que veo el infinito, cosa bastante asombrosa cuando uno está acostumbrado a mirar al frente y encontrarse con un número indefinido de carteles repletos de letras, colores, fotografías. Es bonito el infinito. Un día conocí a un ser humano que quiso enseñármelo. A ese no podía zampármelo porque tenía neutralizador, pero no, a él no me lo hubiera comido aunque lo hubiese desconectado. Comía otro tipo de seres. Carroña, como los buitres. Soy un nexo buitre. A él, al del infinito y a los pocos, o quizás no tan pocos, pero a aquellos anónimos que no se notaban porque vivían en paz, confundidos entre las masas, no me los hubiera comido. Me gustaba esa pequeña parte de la especie. Siento lástima por ellos, por que sus hermanos importantes los hayan matado en nombre de cuestiones que a todos aquellos desapercibidos les importaban un pepino. Pero sobre todo siento lástima de que no este aquí él especialmente. La hubiera disfrutado esta vista.
Aquel día yo me sentía un poco triste. Supongo porque anticipaba, sin querer, lo que iba a suceder. El ambiente era tenso en toda partes, en todos los países, y él se acercó y me dijo “Joe, lo he encontrado, he visto el infinito. Ven, vamos.” Y nos subimos a un tren que nos llevó a las afueras de la ciudad y de ahí caminamos por un muelle y todo había quedado atrás. La ciudad, la gente, los ruidos, el humo, y delante nuestro sólo había mar y no veíamos siquiera la roca donde estábamos sentados. Sólo espacio inmenso hacía adelante. Pero su mirada se puso turbia y dijo “vaya, hoy no se ve. Está nublado”. “Pero si”. Le dije. “Yo lo veo”. “¿Ah sí?”, preguntó sonriendo. Y ya no hablamos más. Unas horas le duró el descubrimiento, luego todo desapareció. No. No todo. Todos ellos. Y todas sus cosas han quedado por aquí esparcidas. Por lo menos ya no tapan desde aquí desde el suelo.
III
He de buscar otra ciudad. Una grande, de aquellas donde tenían laboratorios y refugios subterráneos para los importantes de la especie. Quizás ahí encuentre comida. Alrededor de esta ciudad no hay nada. Sólo el desierto por un lado y mar por el otro. Tengo que atravesarlo entero, el desierto, eso me distraerá y me permitirá no pensar en mi amigo, en todo lo que puede verse ahora y que él no verá, él, que era uno de los pocos a los que la vista no se le había puesto enferma. Y el silencio. Si pudiera escuchar esto. Se puede oír. Sin interrupciones de motocicletas, bocinas, silbatos, motores, aviones, promociones. Se oye el viento y la arena, y poniendo mucha atención pueden oírse los cortos pasos de los pequeños insectos y el deslizarse de las serpientes.
Si acelero el ritmo de todo mi cuerpo puedo correr sin sentir una gota de cansancio durante horas, simplemente hago que todo mi cuerpo vaya a un mismo compás, el corazón, las piernas, la sangre recorriendo las venas, el aire de mis pulmones... existieron seres humanos que podían hacer eso, podían acompasarse y curarse las enfermedades y caminar sobre el fuego y provocarse un ataque al corazón y sobrevivirlo y paralizar totalmente su cuerpo y acelerarlo después, pero eran pocos. Seres un poco más evolucionados que los importantes que ponían las reglas, seres que vivían generalmente aislados, lejos del bullicio y de la rapidez desacompasada del resto. Yo tuve la suerte de conocer a aquel que podía ver el infinito. Yo puedo hacer todas esas cosas, claro. En el fondo a veces, pienso que a pesar de haberme llamado nexo no soy más que un ser humano del futuro. Lo que hubieran podido ser dentro de unos cuantos años algunos, si los importantes no se hubieran sentido tan aburridos.
El sol casi se está poniendo. Si empiezo a correr ahora, en unas horas quizás consiga llegar atrás de aquellas dunas, las más lejanas, y quizás aún sea de noche y pueda pasar unas horas allí, en medio de la nada, antes de que vuelva a amanecer, y olvidar que han existido estos escombros y que en medio de ellos está mi amigo. Quizás entre la arena y el cielo y la noche fría pueda experimentar otra vez esa sensación, esa que experimenté cuando miraba el infinito desde el muelle, de estar en casa.


He visto, mientras corría, a las estrellas moverse sobre mi cabeza y a la arena deslizarse suavemente bajo mis pisadas. He oído como pasaban a mi lado los fuertes vientos helados del desierto y he sentido el temor de algunos animales apartándose del camino y sus miradas asombradas posándose en mi cuerpo. He aspirado el frío de la noche y he bebido el agua dulce de los silenciosos cactus. He escuchado el concierto que el desierto da cada noche y en algún momento, un silencio corto. Me he tumbado, por fin, en medio de la noche, que no es tan oscura y he visto entonces las estrellas, ahora quietas, inmóviles y brillantes, y la luz blanca que cae desde el cielo y se refleja en la arena. Y he sumergido mi cuerpo en esa arena fría y he dormido en la tierra y podría decir, que esta ha sido la primera noche en que, de verdad, he dormido. Ahora ha amanecido otra vez y la luz natural se ha mezclado quizás con los reflejos de las partículas asesinas que han quedado en el aire, formando colores nunca antes vistos que cambiaban a cada momento de un azul violento a un rosa o violeta o naranja, no podría decirlo, a rojos demasiado brillantes, casi insoportables, verdes de cientos de tonalidades diferentes, hasta que poco a poco, el sol se ha levantado y ha impuesto su luz amarilla y blanca, y el desfile de colores ha terminado. Empiezo mi peregrinación a la ciudad.
IV
Me ha parecido verla otra vez, pero no puedo asegurarlo. Con esta, ya sería la quinta. A pesar de que mi vista es mucho mejor que la de cualquier ser humano no puede escapar a las jugarretas del desierto. Se divierte conmigo. Sin mala fe, sólo juega, por eso esta vez no voy a acelerar como las anteriores, no voy a correr emocionado pensando que ahí está, la gran ciudad, el centro de los importantes, que deben estar ahí, escondidos en alguna parte, en algún refugio, voy a seguir caminando despacio, a este nuevo ritmo que he aprendido, que aprendí el otro día observando a una especie de lagartija, a pasos cortos, deteniéndome a contemplar, a mirar a mi alrededor, a no perderme ni una gota de paisaje; ni un solo grano de arena escapará a mi mirada que no ha dejado de deleitarse desde que salí de los escombros, y ningún otro espejismo me hará acelerar y perder este nuevo ritmo que apenas estoy empezando a entender. Caminaré poco a poco y seguiré hacia el frente hasta que lo que mis ojos creen que están viendo se conviertan en otros escombros o desaparezca otra vez para dejar en su lugar a más desierto. Aunque, esta vez, he caminado más que las anteriores, y los escombros, lo que parecen escombros allí, muy adelante, no desaparecen. Casi podría decir que van tomando, a medida que me acerco, formas concretas. Formas que no tienen el aspecto devastado de la ciudad de donde vengo. Como si algunos edificios aún se mantuviesen en pie. Si mis ojos no me están engañando otra vez, lo que divisan son los restos de una de las grandes. Los escombros y algunas sombras altas ocupan toda la línea del horizonte. Tapan el infinito.
Parece que esta vez he llegado, aunque aún estoy lejos, aún podría ser otro espejismo. Hay un animal que me sigue. No sé que es, una especie de lagarto extraño, ¿desde cuando los lagartos son amigos de los nexos? Será porque el otro día le preparé la cena. Un roedor. El lagarto estaba quieto haciendo cosas raras con sus patas, husmeando entre unas rocas, y yo me acerqué y él se apartó un poco; metí el brazo entre las rocas y saqué al roedor y cuando lo iba a soltar el lagarto se avalanzó sobre él y se lo zampó. No me gusta ver esas cosas, soy sensible y no he vuelto a ayudar al lagarto en sus cenas, pero ahí está el tonto pensando quién sabe qué, debo haberme convertido en un amuleto. Me fastidia ser el amuleto de un lagarto y para compensar lo he observado y he aprendido sus ritmos. A ratos me lo pongo en el hombro y mientras camino me siento como una especie de “Mad Max”, rudo y solo, caminado en el árido desierto con un lagarto al hombro. Y me hace compañía. Hablo con él. A los nexos también nos hace falta comunicarnos a veces.
Sigo caminando y lo que esta vez me había parecido un espejismo va adquiriendo cada vez formas más claras. “¿Qué te parece lagarto?, estamos llegando”. Realmente es una de las grandes, nunca había visto una así, fui de los últimos, así que nunca salí de mi zona. Ya no nos usaban, estábamos ahí solamente. Habíamos sido superados por una especie de máquinas guerreras a las que acabaron extrayéndoles aquel líquido que pareció ser el causante de nuestra extrema sensibilidad. Y la extrema sensibilidad no les servía para nada. Sólo les creó problemas, al final, cuando nos manifestamos defendiendo ciertos principios.
La veo. Enorme, gigantesca, la sede del mundo, o al menos eso me parece a mí que nunca había salido siquiera al desierto, más que aquella vez cuando fui al mar con mi amigo y me enseñó el infinito. Empiezo a salivar. Cada vez tengo más hambre. Aún podría aguantar mucho. Mucho más, pero no es lo mismo con esta sensación. Tampoco es muy bueno para el estómago de un nexo pasar tanto tiempo sin comer y luego comer de golpe.
V
Hemos llegado. Esta vez era verdad. El lagarto parece confundido, igual que yo parece que nunca había salido de su hábitat. Husmea por todas partes, quizás encuentre a las personas antes que yo. He de localizar los grandes. Los edificios de los importantes, son fáciles de distinguir, ocupan mucho espacio y están, estaban construidos con otro tipo de materiales. He recordado al ver todo esto los escombros de mi ciudad y el mar que me enseñó mi amigo y me ha fastidiado no poderle mostrar lo que he visto en el desierto. A él que hubiera mirado. Al entrar aquí, al estar otra vez rodeado de escombros se me ha escapado un poco la paz.
Al fin lo vi. Ahí estaba ante nosotros el edificio, aún se mantenía en pie, tenía que ser, así que entramos y buscamos hasta que encontramos el túnel. Me lo había imaginado de otra manera, gris, de metal, como todas sus construcciones modernas, pero no, era un túnel de tierra y piedra, húmedo y oscuro, parecía una cueva natural subterránea y, por unos momentos, pensé que quizás no los encontraríamos allí, que aquello no sería más que una extensión del alcantarillado, pero el lagarto avanzó y yo tras él y al cabo de un tiempo la encontramos. Una cámara gigantesca vacía y otro pasillo y otra cámara y más pasillos. Dimos vueltas durante horas hasta que encontramos la grieta. El lagarto la encontró, una grieta pequeña en la pared. Se deslizó y yo metí la mano para detenerlo y al apoyarme encontré un pequeño aparejo con un botón. ¿Y si era una especie de bomba de última hora? Lo apreté de todas formas. Esperé. La pared empezó a moverse un poco y se abrió de pronto, lentamente, como la montaña de Alí Baba, dejando al descubierto, ante mis ojos ansiosos, todas las riquezas que escondía tras ella. Allí estaban, tumbados en sus cajas de hielo, dormidos placidamente. Los importantes. Con fechas a un lado, las fechas del nuevo despertar, supongo, en un mundo que creían que iba a ser para ellos. Ja!
Había de todo allí. Una cantidad de equipo alucinante. Soy un nexo. Puedo usar cualquier computadora, entrar a cualquier sistema, descifrar cualquier código. Me lleva un tiempo, pero justo eso me sobraba. Así que aprendí como se abrían las cajas y las abrí, un par, y comí por fin, y luego desconecté las otras. Menos una. Una siguió funcionando. Había tenido una idea, ya no necesitaba reservas. Llevarla a cabo me tomaría un poco más de tiempo, quizás mucho más pero ya no tenía hambre, me sentía bien. Busqué, buscamos el lagarto y yo por la ciudad, por los zoológicos. Muchos animales permanecían encerrados en las jaulas que quedaban en pie. Necesitaba un simio. Lo encontré al final, cuando ya empezaba a pensar que mi idea, al fin y al cabo, no había sido tan buena y que quizás aquella especie, tan parecida al humano habría desaparecido también del planeta. Pero ahí estaba, un pequeño simio, vivo y confundido, famélico en su jaula, y a su lado, algunos restos, quizás sus hermanos de especie, devorados. Abrir la jaula no fue fácil pero soy un nexo. La abrí y llevé al simio conmigo al laboratorio. Ahí estaba, intacto ¿el último? ser humano. Tuve que aprender más cosas, todos los programas, biología, genética y al fin la operación. Le inyecté al simio lo que le faltaba. Ese soplo. Aquello que requería un cerebro para evolucionar. Ahora el simio lo tiene y yo sólo tengo que esperar unos cuantos millones de años. He soltado al simio y he tomado el riesgo. Ahora sólo queda esperar. Permaneceré así, en este ritmo, el de las rocas, durante millones de años. A este ritmo no consumo energía, el sol me basta. Me aburro a veces, pero tengo fe en el simio. Si resulta, si sobrevive y se procrea y su estirpe continua, los humanos volverán a poblar el planeta y yo tendré comida. Y podré moverme libremente y vivir sin ansia y..., echo de menos al lagarto ahora que estoy aquí quieto, esperando. Durante un tiempo se quedó inmóvil a mi lado, pero un día desapareció. Un día. Quién sabe, ya no tengo noción del tiempo, todo se mueve muy rápido. Quizás todo esto haya sido una tremenda tontería.
VI
He visto la tierra mutar y he percibido el constante movimiento de sus placas tectónicas. He sentido las olas del mar deslizarse por mi piel y el frío de la roca instalarse en mi cuerpo. He oído las tormentas y he percibido los temblores provocados por meteoros caídos del cielo. He aspirado el aroma de la tierra húmeda y he visto como la hierba crecía a velocidades vertiginosas. He sentido fríos extremos y calores nunca antes experimentados. He visto romperse los hielos y praderas extenderse y ocupar su lugar. He sentido dolor y nostalgia, pesadez y aburrimiento. He sentido a veces el deseo de la renuncia, de desaparecer y olvidar la espera, demasiado larga. He olvidado casi el movimiento de mis músculos y he dejado de oír como lentamente mi sangre sigue moviéndose imperceptiblemente por mis venas. He sentido de nuevo esperanza al ver girar al sol rápidamente. Y he sentido soledad y tristeza, ira y desesperación.
Y hoy por fin ha llegado ese olor esperado y he percibido su movimiento. El aroma, aún lejano, que traía el viento, inconfundible, ahí estaban otra vez. Y he despertado y he aspirado fuerte y he sentido como la hierba dejaba de crecer y el sol dejaba de moverse y se convertía en un punto fijo ante mis ojos. Y he dejado de sentir el girar de la tierra y he extendido mi vista al frente y los he visto pasar, a caballo por el valle, robustos y rosados.
Y he sentido, otra vez, después de tanto tiempo, hambre.


Cuento publicado en la revista IPN-CIECAS, vol. VI, del Centro de Investigaciones Económicas, Administrativas y Sociales del Instituto Politécnico Nacional, 2004.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El remiendo del cielo

Durante cientos de años habíamos creído en la palabra de los científicos. Después del vacío que provocó la muerte de todos los mitos y las religiones en una gran cantidad de seres que habían basado su existencia en la creencia y en la fe, vino, por supuesto, un periodo de crisis. Pero enseguida la ciencia se hizo cargo de todo y, poco a poco, se demostró que, en efecto, en algún momento hubo un dios, pero que hacía millones de años que ese dios, esos dioses, más bien criaturas extrañas que habitaron el universo quién sabe hace cuánto tiempo (nadie llegó a entender esas unidades de medida tan complicadas que los científicos utilizaron para dar la noticia), como los dinosaurios, se extinguieron también, aunque sin dejar huellas tan claras de su paso.
Pero lo habían demostrado. Largas ecuaciones para explicar el origen del primer mito demostraban que el ser humano no sólo no contaba con el perdón de un dios inmortal y protector, sino que además era el único ser que poseía plena conciencia de sí mismo y de su existencia en todo el universo conocido.
Al principio hubo caos. La noticia causó conmociones e incluso revueltas, hasta que libros más ligeros, diseñados para que un niño de cinco años pudiera comprenderlos, explicaron a las masas el proceso, los argumentos y las conclusiones. En efecto, ya no había Dios. El ser humano debía redescubrirse, solo consigo mismo debía inventar un destino, un sentido, y hacerse cargo de sí.
Y con el paso de los siglos, las religiones y los mitos murieron y el ser humano aprendió que era él, solo, el responsable de su vida y de sus actos. La Teoría del Polvo Cósmico adquirió popularidad, y aunque la religión había sido completamente olvidada la frase “del polvo vienes y polvo serás” adquirió un nuevo sentido: el Polvo Cósmico, eso éramos, millones de partículas integradas momentáneamente en forma de seres humanos, que al desintegrarse, volverían a convertirse en polvo cósmico, polvo espacial, interestelar.
Al parecer, esta idea generó nuevas esperanzas, ya no había un paraíso por el cual sufrir, ahora se podía ser feliz aquí en la tierra, la humanidad había adquirido ese derecho, y luego: polvo cósmico viajando por todas las galaxias, por todos los universos.
Y todo estuvo mejor. El sol girando alrededor de La Galaxia, los planetas alrededor del sol, las estrellas titilando y viajando por el universo, y La Galaxia moviéndose también por espacios desconocidos, y en aquella inmensidad una nueva humanidad, un poco más serena que las que habían existido en el pasado, aprendió a vivir sin remordimientos en un universo en donde a pesar del caos aparente todo era orden.
La Teoría del Orden Galáctico tuvo tal éxito que la humanidad acabó ordenándose a sí misma. Se olvidaron las guerras, los fanatismos... la ciencia era el progreso, la armonía y la paz. Todos querían descubrir, inventar, crear, pensar en el Polvo Cósmico viajando entre estrellas y universos...
Por fin el ser humano había olvidado el caos y ahora lo unificaba todo en un orden perfecto y armónico: la Paz Cósmica.
Y durante cientos de años todos creímos en la palabra de los científicos.
Hasta aquella noche.
“Un eclipse singular”, habían anunciado. Pocos habitantes del planeta se lo perderían. Los fenómenos como el movimiento de los planetas, el crecimiento de las plantas y las leyes físicas y químicas que regulaban el orden de las cosas eran admirados por todos y todos querían verlos. Así que esa noche al menos tres cuartas partes del planeta habían salido a contemplar aquel “eclipse singular”. “¿Qué es eso?”, se preguntaban, “¿un eclipse singular?”.
Entonces sucedió, ante la mirada atónita de millones de personas: el cielo se rajó. Primero una pequeña lucecita blanca en la noche oscura, que poco a poco creció hasta convertirse en una gran grieta, una raspadura de luz blanca en la noche. Y enseguida, sombras. Muchas sombras en la franja de luz que parecían intentar tirar de un lado de la grieta para unirlo con el otro. Lo lograron. La grieta se cerró y la noche volvió a ser oscura. “¿Eso era un eclipse singular?”, preguntaron algunos. Muchos se sintieron inquietos, ninguno de los miles de libros de divulgación científica, comprensibles hasta para un niño de cinco años, explicaba algún fenómeno similar al que había sucedido la noche anterior. Pero la inquietud no se quedó en eso. Al día siguiente, cuando las personas salieron a la calle en busca de los periódicos científicos intentando encontrar una respuesta, miraron, como era ya una costumbre hacer, el cielo, y lo que vieron allí los dejó mudos de asombro. En el cielo azul, claro, despejado de nubes, se podía observar, allí donde la noche anterior parecía haberse resquebrajado, un remiendo. Una larga grieta remendada.
La tensión aumentó. Los periódicos científicos no daban ningún tipo de información. Nadie sabía qué sucedía. “¿La ciencia no tenía una respuesta?”, “¿podíamos seguir confiando en la Teoría del Polvo Cósmico?”, “¿era cierto el estricto orden del universo?”.
Y entonces se supo. Gracias al periodista científico más reconocido en todas aquellas cuestiones de encontrar trampas e informaciones falsas, una ladilla para el cuerpo científico que quisiera mantener un secreto y un héroe para las masas deseosas de conocer todo lo que sucedía. Lo dijo suavemente, cabizbajo, casi sin querer creerlo él mismo..., todo era mentira. Todo. El sol, los planetas, las galaxias, la redondez de la tierra, los viajes espaciales...
“Se ha vuelto loco, claro”, dijeron muchos, pero eso sólo había sido la primera grieta, la primera resquebrajadura, como aquella que se veía imponente y remendada en medio del gran cielo azul. La información ya se había filtrado y no pasaron muchos años hasta que se supo: el periodista loco tenía razón. Todo era mentira, y al final la verdad no era otra que aquellos rumores que circularon en aquel periodo oscuro y lejano de la humanidad, en el que alguien dijo que la tierra estaba rodeada de un gran manto oscuro por la noche e iluminado de día, y que las estrellas no eran más que hoyos en ese manto, y, ¿tras él?, quizás algo nos observaba.
La humanidad se quedó helada. Todo el esfuerzo de los científicos por inventar un universo armónico y pacífico cayó por los suelos. Pero nadie se enfadó con ellos. Al fin y al cabo sólo buscaban que nos sintiésemos mejor.
Y, ¿ahora? Ahora ya nada es lo mismo.
Todos esperamos. Esperamos y miramos el cielo, y cada día despertamos deseando que todo haya sido un sueño y que la verdad que inventaron los científicos siga siendo la de siempre, y vivir en un planeta que gira alrededor del sol y de una galaxia, y convertirnos al final en ese infinito polvo cósmico y surcar los espacios..., pero entonces miramos el cielo y la vemos ahí, la grieta remendada, y recordamos que ya no sabemos nada y, como los antiguos galos, tememos que el cielo caiga sobre nuestras cabezas.
No somos ingratos. Agradecemos a los científicos todos estos siglos de paz.
Porque ahora tememos...


Cuento publicado en la revista Cuiria, núm 16, 2006, y traducido en la antología Petits pecats, somnis i fum, Associació d'escriptors Tirant lo Blanc de Catalunya, 2009.

sábado, 22 de noviembre de 2008

La mantis

I
Creo que estaba en un cuarto estrecho y oscuro, pero me daba miedo abrir los ojos para comprobarlo. Sentía el frío de la pared húmeda en la espalda y el silencio era tan profundo que podía oír los pequeños y cortos pasos de los insectos corriendo por la habitación. Pensé que tenía que salir de ahí, cuando volví a oír el sonido. Era como algo que se arrastraba con movimientos pesados y lentos y que se iba acercando a mi. Me quedaban unos minutos todavía. Nunca había visto a la cosa que se arrastraba arrastrándose y gimiendo. Odiaba esos gemidos. Parecían una risa deformada. Recordé que tenía que abrir los ojos y pensé que a lo mejor esta noche era la última. Cada vez me costaba más trabajo y sabía que, tarde o temprano, esa cosa me cazaría. Me vino a la mente la idea de rendirme, de darme por vencido, pero el instinto de supervivencia me impedía abandonarme sin luchar. Intenté abrir los ojos y sentí los párpados más pesados que nunca. Tenía que esforzarme más. Tenía que abrir los ojos.
Me concentré y sentí un ligero movimiento en los párpados. Ya estaba. Lo más difícil era que mi cuerpo adquiriera un poco de movilidad. Ahora lo que faltaba era más fácil. Acababa de recordar lo que pasaba. Era el mismo sueño de siempre y sólo tenía que despertar para que todo desapareciera. Como si fuera tan fácil.
Lentamente fui abriendo los ojos y el sonido de la cosa arrastrándose hacia mí se fue disipando. Finalmente desperté, y vi, como todas las noches cuando despertaba de ese sueño, a mi esposa saliendo del lavabo y dirigiéndose hacia la cama.
­- ¿Otra vez pesadillas? ­-preguntó, como preguntaba siempre.
- ¿Cómo lo sabes? Esta vez no he gritado.
- No lo sabía. Es la costumbre -dijo. Y se metió en la cama de espaldas a mí, durmiéndose enseguida y empezando a emitir esos asquerosos sonidos que me impedían volver a dormir.
El resto de la noche pasó lento.
En cuanto el primer rayo de luz entró por la ventana me levanté y salí corriendo de casa. Sólo a mi se me ocurría enamorarme de un monstruo nocturno. El problema era ése. A pesar de todo, de los ruidos, de los insoportables ronquidos, de las pesadillas constantes y recurrentes que sufría desde que vivía con ella, de sus miradas extrañas..., a pesar de todo eso la quería. Llevaba una semana yendo al psicólogo, porque como soy una persona objetiva, consideraba la posibilidad de que yo fuera un neurótico y me alterara con cualquier ruido que interrumpiera mis momentos de tranquilidad, pero la verdad es que cada día estaba más convencido de que los sonidos que emitía mi esposa mientras dormía no eran naturales, y le echaba la culpa de todas mis pesadillas. Además, estaba empezando a tenerle miedo.
Me sorprendí delante del edificio donde vivía mi psicólogo. Entré. Después de tocar el timbre durante un cuarto de hora sin parar, apareció en la puerta un hombre bajito, gordo y más dormido que despierto.
- Veo que contigo como paciente mis noches de sueño se han acabado. Es la tercera vez que vienes a esta hora de la madrugada esta semana. ¿Qué quieres ahora?
- Tengo una teoría perfecta acerca de mi caso.
- ¿Y no podrías esperar hasta la hora de tu cita?
- No.
- Es un caso muy curioso el tuyo. No conforme con sufrir de un insomnio terrible, tienes la delicadeza de compartirlo con los que te rodean.
- Con todos no, contigo. Bueno, ¿me dejas entrar o qué?
Se dio la vuelta resignado y caminó hacia la sala dejando la puerta abierta. Entré tras él y me senté cómodamente en un sillón.
- Creo que es mi esposa -le dije. Me miró sin decir nada, esperando a que continuara -Creo que ella no es normal, y creo también que mi vida peligra a su lado.
- Divórciate -dijo mientras emitía un bostezo.
- Es una posibilidad que he considerado, pero antes tengo que asegurarme de que no estoy loco.
- Lo estás.
- ¿Nunca te han dicho que para ser psicólogo no eres muy sutil?
- Siempre.
- ¡Oh, ya veo!, bueno, te voy a explicar mi teoría: creo que mi esposa es un monstruo -vi cómo intentaba ocultar una sonrisa. Lo ignoré_ pienso que cuando duermo se transforma en algo, no sé en qué, nunca la he visto, pero cada noche intenta matarme. No sé por qué no lo hace mientras estoy despierto, a lo mejor sólo puede matar a las personas mientras duermen. Encuentro muy curioso el hecho de que cada vez que despierto de la pesadilla ella se esté acercando a la cama.
- A lo mejor son una pareja muy sincronizada, mientras ella va al baño, tú tienes la
pesadilla, es difícil compaginar así con alguien. No la dejes.
- No me crees, ¿verdad?
- Creo que estás un poco paranoico, pero tu caso merece consideración. Hace poco
me contaron uno parecido. Un amigo tenía un paciente que todas las noches, como tú, tenía la misma pesadilla. Se quejaba también de unos ronquidos extraños que emitía su esposa mientras dormía. Al cabo de un tiempo murió, creo que de un ataque al corazón, por la noche.
- Muy consolador. Si sigues con esa actitud, acabarás sin clientes.
- No me importa, es justamente lo que te iba a decir. Me retiro. Estoy harto de escuchar las tonterías que me viene a contar la gente. Especialmente las tuyas.
- Pero no puedes retirarte ahora, tienes que ayudarme.
- No te puedo ayudar en nada, estás paranoico.
- Pero tengo un plan...
- A ver ahora qué se te habrá ocurrido…
- Mira, ya no necesito tu ayuda como psicólogo, sino como amigo.
- Tú y yo no somos amigos.
- Sí somos. Mira, te voy a explicar mi plan. Esta noche te metes debajo de mi cama con una cámara, mientras yo duermo.
- Bien, sí, sí, sí… y mientras duermes filmo tu sonrisa de angelito. No tendré nada más que hacer....
- No, no, eso no hace falta, sólo tienes que filmar a mi esposa mientras se está convirtiendo en un monstruo en el cuarto de baño.
El psicólogo se levantó, esforzándose por sonreír compasivamente, me dio unas palmaditas en la cabeza y bostezando, caminó hacia su cuarto, pero yo no me di por vencido tan fácilmente. Lo seguí.
- Si no me ayudas te seguiré siempre a donde vayas, te contaré mis problemas y no te dejaré nunca en paz, además no pararé de hablar -le dije, mientras me sentaba en una silla al lado de su cama y encendía un cigarro.
Me di cuenta de que realmente no me creía cuando me miró largamente con una expresión que reflejaba una gran resignación y mucho cansancio, pero no tuve tiempo para reflexionar sobre ello, porque enseguida me sonrió y me dijo.
- Está bien, filmaremos al monstruo; en realidad, no tengo nada que hacer esta noche. Y luego, pase lo que pase, me dejas en paz.
Salí ilusionado, pensando que por fin iba a desenmascarar a mi esposa. Me senté en un café a reflexionar sobre lo que iba a hacer. Quizás ella no fuese ningún monstruo y entonces quedaría en ridículo. Observé a la gente que caminaba por la calle y pude percibir que no había nadie que tuviera problemas como los míos. Cuando la gente tiene problemas de este tipo se nota enseguida. Me sentí muy solo. Me hubiese gustado que pasara alguien diciendo: “el monstruo de mi mujer intentó matarme la otra noche, pero claro, no lo consiguió”. No pasó nadie. Me pregunté qué clase de problemas serían los que tenía la gente que caminaba por las calles. Trabajo, dinero, familia. Pensé que quizás en ese momento me resultaría más agradable tener problemas de ese tipo. Más, por lo menos, que dormir todas las noches amenazado por algo horrible que cada día trata de cazarme. Aunque, en realidad, quién sabe…, los problemas de uno siempre parecen los más importantes. El día pasó lento; supongo que debido a que me quedé sentado en ese café hasta las siete de la tarde, mirando a la gente y lamentándome por mi mala suerte. Fue entonces cuando me di cuenta de que me sentía bastante despejado. Sólo faltaría que los cafés me despejaran toda la noche. Quizás si yo no dormía mi esposa no se transformase en nada. Y el psicólogo se reiría de mí.
Por fin llegó la hora que tanto había esperado. Las ocho treinta y seis. El psicólogo llegó puntual. Procedimos a prepararnos. Nos dirigimos a casa y subimos un banquito y una pizza y unas cuantas cervezas al baño, para que la espera no fuera tan aburrida. Se escondió en la ducha y le advertí que no hiciera mucho ruido al comer.


II
Nunca he logrado entender esas costumbres que tienen algunas personas de no respetar las costumbres. Cuando uno tiene una rutina generalmente la sigue, pero algunas personas no, y lo peor es que se les ocurre cambiar de costumbres en los momentos en que menos lo espera uno. Lo primero que dijo mi mujer cuando entró fue:
- Me voy a dar un baño.
- No -contesté.
Me miró un poco sorprendida.
- No ¿qué?
- No puedes llegar y decir me voy a dar un baño como si fuera una cosa tan natural. Ya te has dado un baño por la mañana y no nos podemos permitir esos lujos de gastar agua dos veces al día.
- Pero si somos ricos -contestó divertida.
- ¡Ah! Ahora te has vuelto egoísta. Como tienes dinero para pagarte tu agua, no piensas en toda esa gente que no tiene agua ni siquiera para beber y la gastas sin remordimientos. Pues en esta casa somos de ideas comunistas por si no lo sabías. Así que no te das ningún baño.
- ¿Quién es de ideas comunistas?
- Yo.
- Ah.
Y parece que cuando las personas que deciden cambiar de costumbres, cambian de costumbres, sólo lo hacen en parte, porque cambió muy resuelta sus horas de baño, pero no cambió en lo más mínimo su costumbre de no hacerme caso. Subió a la habitación y caminó decidida a la ducha. Abrió las cortinas y vio a un hombre bajito y gordo comiendo pizza sentado en un banquito. El psicólogo le sonrió con inocencia. Me acerqué al oírla gritar y cuando se calmó un poco, me preguntó:
- ¿Qué es esto?
Decidí disimular.
- ¿Qué?
Y señaló al psicólogo que seguía sonriendo mientras masticaba los últimos pedazos de pizza.
- Una ducha -dije disimulando más aún.
- ¡No me refiero a la ducha! –gritó -¿quién es este hombre?
- Yo no veo nada, debes estar un poco cansada. ¿Por qué no te vas a dormir?
De pronto, su actitud cambió. Pareció serenarse por completo y un brillo apareció en su mirada. Me miró de una forma extraña, con placer y casi como agradeciéndome algo. Me sonrió benévolamente y me dijo:
- Tienes razón, debo estar tan cansada que hasta veo visiones. Me voy a dormir.
Hasta mañana.
Sospeché un poco. ¿Qué tramaría? La seguí a la habitación mirándola con desconfianza. Se cambió y se metió en la cama.
- ¿Y tú?, ¿no vas a dormir?
- Sí, sí, enseguida vuelvo.
Fui al baño y después de cerrar la puerta le dije al psicólogo, que ya estaba ligeramente borracho por las cervezas:
- Cree que todo ha sido una alucinación. Seguimos con el plan “A”.
- Muy bien- contestó de manera despreocupada.
Tardé mucho en dormirme, supongo que por la cantidad de cafés que había tomado. Después dormí toda la noche como un angelito. Sin tener pesadillas ni nada. Hacía mucho tiempo que no pasaba una noche tan buena. Cuando me desperté por la mañana, noté que mi esposa olía un poco a cerveza y tenía el estómago un poco inflamado. Me dirigí apresuradamente al baño y corrí las cortinas. El psicólogo no estaba y del banquito y las cervezas no quedaba ni rastro.
- ¡Te lo has comido!, ¡animal!
- ¿Qué?
- Nada, nada, cantaba.
Encontré su sonrisa algo diferente y creí percibir que se relamía al mirarme. Sentí un escalofrío.
- Voy a desayunar, ¿vienes? -le pregunté.
- No, gracias, no tengo hambre.
Claro, ¿cómo iba tener? Ahora tendría que arreglármelas yo solo contra ella. Ideé un plan. Escondería la cámara en el baño y esa noche dormiría fuera.
Fue un éxito. La cámara captó con todo detalle la transformación. Cómo le iba cambiando el color de la piel, cómo se le alargaban las piernas y el cuerpo, hasta quedar convertida en un enorme insecto muy parecido a una mantis religiosa. Emitía unos sonidos horribles, como los que oía en mis sueños y, al contrario de lo que esperé, no me causó miedo sino una gran tristeza. Parecía que el pobre animal sufría. Mi reacción tampoco fue la que yo había esperado. En vez de matarla o dejarla, le enseñé la película y le dije que era el bicho más asqueroso que había visto en mi vida. Lloró durante horas pero, después de todo, la experiencia valió la pena. Me presentó a todas la de su especie y mientras ellas se transformaban y salían a cazar, nosotros, los esposos, nos reuníamos a jugar pocker y a ver partidos de futbol.
Dejó de hacer ruidos espantosos por las noches, causados por el hambre y la desesperación por ocultar su identidad, y nuestra relación fue mucho más placentera.
Ahora, todos los esposos de estos bichos estamos haciendo un comité para pedir protección a los insectos, en especial a las mantis. Queremos lograr que sean aceptadas en sociedad, aunque tenemos que llevar cuidado.
Y es que, la verdad, a pesar de ser unos bichos bastante feos, uno termina tomándoles cariño.
Por: Elena Pujol
Cuento publicado en la revista Asimov Ciencia Ficción y en la antología Difrentes.

Cuadros

























marte

universo

pájaros de colores

hielo

flor

cactus en el desierto

flores

flor rara
ola de colores
aguilas paseando
planta

otra planta

La lagartija del sur

Me gustaría ser una lagartija. Pero con dientes muy afilados para morder a los niños que viniesen a cortarme la cola sólo para ver como me crecía una nueva. Es por culpa de la conciencia que los humanos hagamos estas cosas. La conciencia provoca curiosidad y la curiosidad insaciabilidad. La insaciabilidad no es instintiva, es mental. La insaciabilidad es el pensamiento.
Por eso, a veces, me gustaría ser una lagartija, para no pensar, no tener conciencia de la muerte, de la vida, ni de nada, sólo del sol calentándome la espalda, mientras yo, la única lagartija con dientes, los mostraba alegremente a los atemorizados niños que se mantendrían alejados a causa de su gran filosidad y brillo.
El sol, mis afilados dientes, una roca, y esa roca en algún cálido lugar del sur en el que siempre hubiese sol y en el que pudiera sentirse un suave sofoco, constante y dulce que anulase cualquier posibilidad de deseo de movimiento. Me gustaría no desear nada nunca, más que ese sol y ese sofoco y ese calor.
Según alguien, la verdadera vida es algo así como buscar desesperadamente algo y, básicamente, hacer cosas. Una especie de lucha continua contra la insatisfacción. Por suerte, aunque la que escribe lo ve como una gran desgracia, todo eso parece que se pasa con la edad, cosa que a ella le preocupa y a mí me ha provocado una vaga esperanza. Quizá nunca sea una lagartija de verdad, pero quizás a cierta edad pueda empezar a parecerme, y entonces sólo me quedaría buscar la roca. Y esa roca sería lo único que tendría y sería fuerte, dura e inamovible, por lo que nunca pasaría miedo ni temería perderla. Y el sol, sus rayos, también los tendría, como regalito añadido. Entonces sería feliz. No es que ahora no lo sea. Lo soy, pero sólo en la medida en que se puede ser feliz no siendo una lagartija.
Tampoco estaría mal ser una anaconda. Me dedicaría a comer y a deslizarme por los árboles. Pero pensándolo bien una anaconda nunca será como una lagartija. A las anacondas no les gustan las rocas, ni el sopor, ni el sur. Quizás a las lagartijas las coordenadas tampoco les importen demasiado. Pero yo sería una lagartija sureña. No podría sentirme feliz siendo una lagartija del norte. Las lagartijas del norte probablemente se acabarían cansando de las rocas y se apuntarían a algún curso de informática y de inglés. Quizás hasta sintiesen la necesidad de trabajar para olvidar lo insatisfechas que se sienten y hasta buscarían a otras lagartijas con las que reunirse para quejarse o para distraerse. No. Yo sería una solitaria lagartija del sur y como mucho, quizás en algún momento me haría amiga de un enorme e inmóvil cactus espinoso, con el que nunca hablaría a pesar de que nuestra amistad sería profunda. Yo inmóvil en la roca, el inmóvil en la tierra, mirando el horizonte pero casi sin mirar, quietos, serenos. Quizás de vez en cuando nos observásemos con curiosa aceptación y a veces cruzásemos alguna mirada de complicidad. Pero tendría que ser un cactus muy silencioso. Yo sería una lagartija sureña silenciosa y tendría la piel muy áspera y arrugada. Sería una lagartija muy vieja. Una vieja lagartija sureña. Y nunca subiría a ningún metro, ni autobús, ni coche. Iría a todas partes en mis cuatro patas, si es que en algún momento tenía que ir a alguna parte. A buscar algún insecto si algún día la roca quedaba despoblada de alimento y tenía hambre.
Sería una lagartija muy vieja, sureña y completamente amoral. Aunque el cactus, mi amigo, lo sería más que yo. Su amoralidad no tendría límites y eso provocaría en mi una gran admiración, y él lo notaría y se sentiría sorprendido al principio y satisfecho más tarde, al comprender que yo nunca juzgaría su amoralidad. Comprendería, quizás, al cabo de algún tiempo, que no juzgaría absolutamente nada. Él tampoco lo haría. Nunca emitiría ningún juicio y esa sería la base de nuestra sólida y solitaria amistad. Una total aceptación y completa libertad. Él sabría que podría hacer todo lo que quisiera. Yo también. Y sólo provocarían nuestros actos, quizás, a veces, una cierta curiosidad por no entenderlos del todo, pero enseguida aprobación y apoyo. Aunque en realidad nunca haríamos nada. Sólo existiría la certeza de ser libres, amorales, inmóviles, pacientes y la vaga conciencia de una roca, los rayos del sol y la tierra.
El cactus sería tan libre que no sentiría empatía por nada. Sería amoral y aempático. Y a mí me daría lo mismo porque sería una lagartija vieja, sureña y feliz. Y sólo existiría algo en el mundo que fuese más feliz que nosotros. La roca. Porque su estado de conciencia sería menor al nuestro y se encontraría mucho más cerca de la plenitud y del sentido. Pero ni al cactus ni a mí nos preocuparía el asunto porque nuestra conciencia puramente sensitiva no perdería ni un gramo de energía en plantearse tales cuestiones. Sólo absorberíamos sol y en nuestra inconsciencia nos creeríamos inmortales porque no entenderíamos la muerte. Y quizás al morir, sin darnos cuenta, la roca absorbería nuestros restos y entonces seríamos dos viejos fósiles en la roca y hasta quizás en algún momento llegásemos a ser ella. Pero todo eso no lo sabríamos hasta que sucediese y en ese momento nos fundiríamos sin pensarlo, y sin habernos dado cuenta nos habríamos convertido en una roca inmortal que ya no sabría nada de cactus, ni de lagartijas, pero que sería una vieja roca sureña, con cactus y lagartija fosilizados, y feliz.
Aunque la roca también debería tener dientes afilados para morder a todos los que quisieran cogerla para tirarla al río.
La roca, sus afilados dientes y el sol.
Pero por ahora no quiero ser una roca. Sólo una lagartija sureña con la piel arrugada y los ojos pequeños. Tendría los ojos extremadamente pequeños y los usaría muy poco. Sólo para mirar al horizonte y, a veces, al cactus.
Pero no soy una lagartija. Por ahora sólo soy una persona que como el resto de las personas se dedica a hacer cosas la mayor parte del tiempo. Aunque cada vez que puedo, cuando no hay nada imprescindible por hacer, me marcho un poco lejos a buscar una roca y cuando la encuentro, cierro los ojos y pienso que soy una lagartija libre, que no tiene nada que hacer más que estar ahí. Son momentos. Los humanos tenemos el problema de tener una libertad que suele durar unos cuarenta minutos. A veces, con suerte, todo un domingo. Pero es una libertad de mentira. Nadie es tan libre como para poder vivir en una roca.
A veces me pregunto por qué se me habrá ocurrido nacer siendo persona. Nunca seremos lagartijas y mucho menos cactus o rocas por muchos inventos que hagamos. Siempre necesitaremos hacer, primero para defendernos de la naturaleza, a la que no entendemos y consideramos hostil, luego de nosotros mismos. Sin hacer ya no somos. Ahora ya no vale aquello del pienso, luego existo. Ahora es hago, luego existo.
Quizás no me importase ser una lagartija pensante. Siendo una lagartija el pensamiento no me importaría porque sólo lo utilizaría para entretenerme. Pero entonces ya no podría mirar el horizonte tranquila porque seguramente en algún momento me preguntaría qué es lo que hay más allá y surgiría la necesidad de ir a mirar. De encontrar algo a lo que nunca llegaría porque siempre habría más horizonte. Entonces ya no sería una lagartija sureña feliz. Sería una lagartija buscante y desde el primer momento, desde la primera duda todo habría terminado. Mi paz, la serenidad, la calma y la plenitud de la nada. Y no podría dejar de moverme porque desde ese momento siempre seguiría buscando, presionada quizás por el tiempo, ¿cuánto me queda?, y justo antes de morir me daría cuenta de que nada de lo que había visto me había dado la paz de la roca, ni el calor del sol, ni la profunda amistad del cactus. Y quizás quisiese correr y en un ataque de angustia, volver, lo más rápido posible a la roca, a avisar al cactus, a serenarme en el sopor del desierto y decirle, “no hace falta que salgas nunca de aquí”. Y quizás él me mirase divertido, y sabio, quieto, sereno, me dijese, “no tenía intención”. Y yo me daría cuenta entonces de su gran sabiduría y de mi enorme ignorancia e intentaría volver a estar serena y pensaría, “me gustaría ser un cactus o una roca” y ya nada nunca sería lo mismo. No. No me gustaría ser una lagartija pensante. Sólo una vieja lagartija sureña descansando encima de una roca, con unos enormes, brillantes y afilados dientes.

Por: Elena

poemitas

En el verano
Te inventé una tarde en la que hacía demasiado calor para inventar cualquier cosa
quería inventarte ligero, un poco distraído, un poco ausente
quería inventarte primero, y luego, tenerte.
Pero hacía demasiado calor aquella tarde.
Quería inventar contigo una especie de amor diferente
quizás sucedió, lo que sucede, cuando en las tardes de verano
dos personas se hacen compañía durante un instante breve.
Quizás me enamoré un poco, durante esa tarde ausente...
quizás durante esa tarde, tu también te enamoraste, vagamente.
Pero te inventé una tarde en la que hacía demasiado calor para inventar cualquier cosa.
Quizás por eso, más tarde, la tarde siguiente a otras muchas tardes de aquel verano ausente,
tuvimos miedo.
Del calor, o del verano,
o del amor
o solamente
de no saber vivir una especie de amor diferente.
Y es que hacía demasiado calor aquella tarde...
O te inventé a destiempo y ahora el tiempo se me pasa con desgana
y me marcho.
Ahora que te he inventado y que puedo conocerte,
cuando acabe el verano...
No pensé que al inventarte, me diera miedo perderte,
no pensé, que aquel instante, se me pasase tan leve
sin pensarlo y sin saber, que cuando se inventa en verano, un intenso instante breve
el tiempo se viene encima,
te inventé yo ese verano,
con sangre, distraído, ausente.
No lo sé.
Quizás aquella tarde en la que hacía demasiado calor para inventar cualquier cosa,
no hubiera debido quererte.

Ficciones
Yo no existo
soy de mentira
una mentira inventada encajada por la fuerza bruta
me he ido arrancando poco a poco tiras de piel
ya casi no me queda sangre
la he extraído gota a gota
poco a poco
suavemente
casi sin dolor
para acercarme más al sueño desabrido del que no siente, pero ahí tampoco está la calma

Arenas movedizas
Inventaba que tus ojos abrían estrechos pasadizos,
Recovecos, iluminados por destellos que alumbraban sinuosos pasillos
y se enredaban, en círculos saturados de misterio y revelaciones
¡Qué fuerza se escondía tras esos muros, que diluía el exterior entre sombras anodinas, poco a poco, hasta hacerlo desaparecer completamente!
Inventaba que tu piel también se diluía entre susurros
y la mía, desaparecía entre las yemas de tus dedos,
cuando casi, apenas, me rozaste un poco.
¡Qué ternuras despertaron!
Quise, de pronto, dejar de flotar en lagos insípidos
y adentrarme en las arenas movedizas que ofrecías.
Un momento.
Quise hundirme un momento.
Y el barro se abrió, y tiró de mi ser, tragándome un abismo.
¡No!, tragándoselo todo sin dejar nada más que mi cuerpo desnudo en la luz.
¡Y qué luz tan curiosa!
No brillaba mucho y, sin embargo, no era necesario.
De pronto, ya no inventaba. Tampoco era necesario.
¿Cómo hablarte de ese beso?
de tus ojos... como arenas movedizas
tus manos, laberintos,
tu sonrisa, luz suave...
De tu beso... ¿qué puedo decir?,
casi nada tampoco de tu abrazo.
Que era una ola suave, un viento fresco,
una caricia tan larga capaz de suspender el movimiento de los planetas y de todos los universos, y sostenerlos, inmóviles, detenidos sólo por un suspiro que no podía ser exhalado, que se mantenía anclado también, en ese suspenso paralizante, que lo detenía todo, lo borraba todo, que se convertía en todo y todo era eso,
ese abrazo...
Quizás prefiero, ahora, desde aquí,
ya afuera de los pasadizos,
de los recovecos iluminados por destellos,
mantener también en suspenso la memoria.
¡Qué curioso!
No puedo apartar en cambio a tus ojos de arenas movedizas.
Porque eran arenas movedizas.
Así eran tus ojos.

Despedida
Aquí tengo al mar
te tengo a ti.
En mi memoria.
En rincones que a veces se desvanecen
rincones vacíos.
En rincones que a veces se llenan
rincones de ti.
A veces lloro
aquí tengo al mar
te tuve a ti.

Tiempo
Un instante demasiado imperceptible y casi siempre turbulento.
Y terrible,
por buscar demasiados anhelos y no vivirlos.
Da igual,
de pronto, sólo quiero lo que tengo,
ese instante imperceptible en el confín del universo
que no entiendo,
pero da igual...

Puto frío
¡Puto frío!
¿y tu cuerpo, que se pegaba al mío?
Después de ti llegaron las noches heladas,
tuve que comprar otra manta.
Puto frío
¿y tu cuerpo, que se pegaba al mío?

Ganas
Me moría de ganas de enredarme en tu cuerpo
de tu boca en mis labios
de tu lengua en mi piel
me moría por tus ojos salvajes
por tu voz susurrando
me moría de ganas de ti
me moría por la ternura de tus dedos
por tus manos brutales
por tu cuerpo en mi cuerpo
me moría por ti
me moría por quererte
acariciarte
besarte
tocarte
tenerte
me moría de ganas de verte

Piel
Tu susurro dejó de estremecerme un día
te había olvidado
tus palabras se desvanecieron un día,
un día,
ya no estabas
dejé de pensar en tu piel, tu voz, tus caricias
te había olvidado
por eso no me importó volver al lugar de los libros viejos
de la música oscura
que nos acompañaba por rincones salvajes mientras nos lanzábamos a precipicios que sólo nuestras pieles enredadas, en arrebatos brutales, penetraban
enredados otra vez
nos quedamos dormidos
te había olvidado
pero mi piel no
por eso cuando me fui
se me quedó congelada y herida
casi quise arrancarla para dejarla contigo...
quizás tu susurro
dejase de estremecerla
un día