jueves, 7 de enero de 2010

Jonni

Estaba sentado en la barra. Sentía como la cerveza se deslizaba por su garganta y contemplaba el local vacío. Siempre era el último en llegar. Notó que le sudaban las manos. Se sintió incómodo. Siempre le sudaban las manos antes de hacer un trabajo. Esta vez no le apetecía, así que alargaba el momento de acabarse la cerveza.
El local era oscuro y, allí, en un rincón de la barra saboreaba el momento. Aquellos veinte minutos, rodeado de una tenue oscuridad, conseguía olvidarse de todo, de su rutinaria y monótona vida, y por unos momentos, allí, apartado del mundo, se sentía feliz. Sólo el sudor de las manos le recordaba lo que tendría que hacer después. De pronto, se dio cuenta de que la cerveza se había acabado. “Vaya”, pensó, “que fastidio”. Se dirigió lentamente hacia la puerta cerrada, metió una llave y la abrió. Allí estaba ella, como cada noche, esperándolo paciente. La cogió por el mango y, lentamente, siguiendo el ritmo de una suave canción que sonaba en la radio, empezó a barrer el local. Las manos le seguían sudando. Siempre le sudaban mientras trabajaba. Quizás era por el aburrimiento. “Bueno”, pensó, y mientras lo pensaba sabía que la noche siguiente volvería a sentarse en aquel rincón de la barra, y podría beberse, muy despacio, entre las sombras y muy lejos del mundo, otra cerveza muy fría.

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