viernes, 3 de diciembre de 2010

María y Jacinto o Agus y el Neovampiro

I
En mi barrio hay un vampiro. No, no es un vampiro exactamente, sino un descendiente de esa antigua estirpe. Un neovampiro al que la evolución ha transformado, aunque no completamente. Lo sé porque lo he visto de día. Inmune. Nada. Como si el sol le hiciera cosquillas. Y eso es un peligro. Durante el día quizás estamos a salvo porque al parecer a esas horas no muerde. Observa. Se sienta o pasea y observa a los peatones, quizás olisqueando su deliciosa sangre.
Lo de la evolución me preocupa. Si el sol ya no le afecta, quizás tampoco lo hagan los ajos ni las cruces y ¿cómo nos vamos a defender ahora?
            Hasta hoy no había sentido ninguna preocupación. Ya lo había visto varias veces y, al pasar a su lado, lo miraba de reojo, tratando de pasar desapercibida y cerrándome la chaqueta para que no oliera mi sangre. Él nunca me miraba. Seguía caminando, con su paso lento, sin levantar la cabeza, ajeno al mundo y a las cosas, deslizándose sin mirar nada. Pero hoy me ha visto. Dos veces. Quizás me ha olido y ahora pueda seguir mi rastro. Por suerte, como mucho ajo, aunque no sé si eso funcione con los neovampiros.
            Agus se ríe y no cree lo que le digo a pesar de haberlo visto con sus propios ojos. Dice que es un ser humano normal, pero creo que es porque no se ha fijado en sus uñas. Ni siquiera le ha mirado los dedos. No son dedos humanos. Son largos. Delgados. Y las uñas puntiagudas, tan largas también. Todo él es largo. Su cabello, negro, enmarañado y sucio; su barba, negra también, colgando en rizos; su cara, tan delgada, y esos ojos negros, avispados y profundos. Y su mirada, que a pesar de reflejar una especie de sonrisa, asusta igual; su sonrisa, que parece esconder pensamientos oscuros. Es demasiado alto. Alto y largo.
            Y hoy me ha visto. Dos veces. Y yo sin cruces en casa. ¡Ah, sí!, ahora lo recuerdo, hay una pequeña, un colgante con piedrecillas rojas incrustadas que me trajo mi tía de Praga. En Praga deben saber de estos asuntos de vampiros. Al menos, Rumania les queda más cerca, si es que en verdad es cierto que los vampiros provienen de allí. Y es una cruz moderna, eso me consuela. Quizás sí ejerza efecto sobre los neovampiros que han superado el problema de la luz.
            Al principio Agus pensaba que era un vagabundo, pero luego lo vio varias veces con ropa nueva y buena, fresco y limpio. “Es un excéntrico”, dice, “un millonario que pasea por el barrio y, a veces, se disfraza de vagabundo”. Yo he dejado la crucecita a la vista por si acaso. Agus no quiere comer ajos para prevenir. No le gusta el ajo.
-         Bueno, allá, tú –le digo –pero si un día empiezas a sentirte débil, no te quejes.
-         Si un día empiezo a sentirme débil, tomaré vitaminas –dice tan campante.
Porque Agus, aunque no lo parezca, es muy práctico. Es feliz. No le preocupan los neovampiros, vive en armonía con ellos.
A mí el asunto no me había preocupado hasta ahora, en primer lugar porque nunca había visto uno, y además, pensaba que no existían, y en segundo, porque cuando vi al primero, al de mi barrio, él nunca me miraba a mí. Pero hoy me ha visto. Dos veces.
La primera, ha pasado a mi lado y cuando mis ojos se deslizaban hacia los suyos he notado que su mirada negra y profunda se posaba en ellos durante un breve segundo. Luego, ha pasado de largo. La segunda ha sido peor. Yo caminaba de vuelta a casa y allí estaba sentado, mirando a la gente con atención, al lado de la tienda. Otra vez lo he mirado de reojo, y otra vez, su mirada negra posándose sobre mis ojos, y una mueca en sus labios, un esbozo de sonrisa. Casi parecía que se relamía. Quizás imaginaba un banquete.
Se lo he contado a Agus, pero nada, que él esas cosas no se las cree. He puesto la crucecita en la mesita de noche porque el hecho de que me ha visto es indiscutible. En realidad no hay nada que yo pueda hacer. Si me ha visto, me ha visto y si le apetece venir a chuparme la sangre, ya puedo cerrar puerta y ventanas, que de nada servirá. Se puede deslizar convertido en niebla por debajo de la puerta, o transformarse en un pequeño murciélago y entrar por la ventana del lavabo que está atascada y no puede cerrarse del todo.
Sospecho de una pequeña mariposa. Está ahí, en el techo, con las alas plegadas y su forma triangular. Nunca había visto una mariposa de esa clase. Sus alas son transparentes y extraños dibujos negros se deslizan sobre ellas en formas geométricas que parecen moverse. Aunque, en realidad, no se mueven. Soy yo, que desde aquí abajo, con el cuello completamente torcido miro el techo contemplándola mientras giro sobre mi propio eje. La he mirado así un rato por si acaso, por si es él, para que se entere, que sepa que yo también lo he visto, que estoy en guardia.
He mirado la cruz allí en la mesita de noche y al volver la vista otra vez hacia la mariposa ya no estaba. La mariposa de alas transparentes ha desaparecido. Quizás está oculta en algún rincón. Acechando. Esperando. O quizás sólo era una mariposa y se ha ido. Por suerte confío en la cruz de Praga. La dejaré a mi lado toda la noche.
Hoy no he comido ajo. La verdad es que no me apetece. Esperaré, a ver cómo me encuentro mañana. Los vampiros no suelen beberse toda la sangre en una sola noche así que esperaré. Si me siento débil me pondré la cruz. O confiaré en que, quizás, aunque me haya mirado, no venga. Cabe la posibilidad de que mi sangre no sea muy apetecible, como demasiada verdura, no debe saber a nada. Quizás un carnívoro rollizo le interese más. Quizás si viene prefiera morder a Agus que es más fuerte y robusto, y que, como es escéptico, no tiene ninguna cruz de Praga en su mesita.

II

Agus se ha levantado un poco débil. Yo no; fresca como una rosa. Por suerte es domingo y no tiene que ir a trabajar. Le he dicho que si quiere poner mi cruz en su mesita y comerse unos cuantos ajos, pero nada, no quiere, que es cansancio normal, que no han sido los vampiros, que a él eso descansando un poco se le pasa. Allá él, pero para protegerlo he preparado un jugo de apio con tomate y un ajito, que así revuelto, sí le gusta, y nos hemos bebido un vaso cada uno.

III

Estoy agotada. Ayer se me olvidó comer ajo y guardé la cruz, porque de alguna manera me dejé convencer por Agus de que los vampiros no existen. Creo que me ha mordido pero no encuentro la marca por ninguna parte. La cruz vuelve a estar en mi mesita de noche.

IV

Lo había olvidado completamente. No lo había vuelto a ver y llegué a pensar que se había marchado del barrio. Ya casi no comía ajo, aunque cada noche me ataba la cruz al cuello. Me gustaba el brillo que emitían sus piedrecitas rojas.
Lo había olvidado completamente cuando apareció. Estaba sola en casa. Agus no había llegado aún del trabajo, que llegaría un poco tarde, había dicho, porque se iba a beber cerveza con sus amigos. Empezaba a oscurecer. Era ese momento de la tarde en que la oscuridad empieza a tragarse los últimos reflejos de luz y si una fija la mirada hacia el cielo algún extraño efecto óptico desorienta brevemente al vista. El extraño efecto del atardecer.
Yo estaba en la cocina, mirando atentamente la nevera y meditando qué podría cenar cuando sentí un soplo de aire frío procedente del comedor. Sentí que se me nublaba un poco la vista, como si la cocina se hubiera inundado de una niebla repentina, así que me froté los ojos con las manos. Cuando las aparté, ahí estaba; largo, pálido, con su mirada divertida y oscura, fija sobre mis ojos. Miré sus manos, sus largos dedos y esas uñas afiladas que despedían reflejos aún más desconcertantes que los de la luz del atardecer.
- No me puedes morder –dije, retrocediendo un paso. Sonrió.
-         ¿No? –su voz era dulce.
-         No.
-         Y, ¿por qué?, si no es mucha desfachatez preguntar.
-         Bueno, porque... estoy escribiendo un cuento sobre ti.
Me miró atento, casi con sorpresa, durante unos segundos.
-         ¿Un cuento sobre mí?
-         Sí, ¿quieres leerlo?
-         Nunca había oído una tontería igual. ¿No te puedo morder porque estás escribiendo un cuento sobre mí?
-         Exacto. Te harás famoso. ¿Quieres leerlo?
-         Lo último que quiero en el mundo es ser famoso.
-         Bien, entonces no lo publicaré, ¿quieres leerlo?
-         Absurda criatura –dijo.
Y otra vez se mantuvo un momento en silencio, pero ahora su mirada no miraba, estaba concentrado en sí mismo, en quién sabe qué pensamientos. Entonces rió.
-         Absurda criatura –repitió-. ¿Eso eres?,¿una escritora con falta de audiencia?
-         ¿Falta de audiencia? Perdona, pero Agus lee todo lo que escribo. Si no quieres leerlo, no lo leas, tú te lo pierdes -dije en el tono más casual que pude, intentando controlar el miedo que me recorría el cuerpo.
Salió de la cocina sonriendo y se sentó en el sillón.
-         A ver, enséñamelo.
Pasé apresuradamente ante él y entré a la habitación. Ahí estaba, en un cajón de la mesita de noche, la libreta donde hacía un tiempo había empezado a escribir sobre el vampiro que vivía en mi barrio. Y al lado de la pequeña lámpara, las brillantes piedrecitas rojas pegadas en forma de cruz. Tomé la libreta y la cruz de Praga y me dirigí al comedor. Me senté frente a él.
-         A ver- dijo.
Le extendí la libreta y mientras lo hacía dejé que viera la pequeña cruz que sostenía en la otra mano. Se levantó bruscamente y dio un paso brusco hacia mí, pero se detuvo de golpe. Su mirada era ahora rabiosa, y abrió la boca, mostrándome sus afilados colmillos mientras emitía un sonido sordo, suave, casi un gruñido. Se encontraba a menos de un metro de distancia, mirándome furioso. Entonces, retrocedió.
- Eres mala –dijo.
-         No te enfades, es una pequeña precaución. No te conozco, eres el primer vampiro que veo. No te voy a quemar la piel con ella ni nada, es sólo por si te entran ganas de morderme.
Pareció relajarse. Estiró su larguísima mano y tomó la libreta, mirándome de reojo. Volvió a  sentarse en el sillón.
-         No te acerques a mí con esa cosa mientras leo.
Su voz había adquirido otra vez una suavidad dulce. Y leyó. Y mientras lo hacía casi parecía un ser humano cualquiera, con las uñas demasiado largas quizás. Leía, y yo intentaba descifrar sus ojos profundos y no sé por qué tuve la impresión de que el ser oscuro que permanecía inmóvil frente a mí era un neovampiro feliz. Hasta me llegó a parecer que de él emanaba una especie de paz interior. De vez en cuando alzaba la vista y me sonreía.
-         Se ve que no sabes nada sobre vampiros –dijo cuando terminó-, pero es entretenido. Quizás no te muerda.
Enseguida, dirigí mi mano al cuello para mostrarle la crucecita que me había colgado. Su mirada volvió a oscurecerse.
-         Cuidado –dijo. Y su voz, nada suave ahora, pareció retumbar en las paredes-. Soy más poderoso que tú.
-         ¿Cómo quieres que sepa algo sobre vampiros? –pregunté intentando cambiar de tema y esperando que la rabia que empezaba a reflejar su rostro se desvaneciera -. Los vampiros no existen. Quizás sólo eres un producto de mi imaginación. Quizás me estoy volviendo loca.
-         No. Soy real. Y te aseguro que es mejor mi existencia que la de tu locura. Te causará menos daño.
-         ¿Menos? –pregunté inquieta.
-         Necesito un poco de tu sangre. Si sigo mordiendo a Agus le va a dar anemia.
-         ¡¿Has mordido a Agus?!
-         Varias veces, ¿no has visto lo flaco que está el pobre?
-         ¿Por qué?
-         ¿Qué clase de pregunta es ésa? Soy un vampiro. Por hambre, ¿por qué va a ser?
-         Pero..., y..., ¿no podrías dejarnos tranquilos, comer animalitos?
-         No, mujer, las cosas no funcionan así. Somos muchos. Hay una sobrepoblación de vampiros en el mundo y aunque aún vivimos muy bien debemos seguir ciertas reglas para que haya suficiente sangre para todos y vivir en paz. Además estamos muy bien organizados y nunca llegamos a matar a nadie. Un vampiro por zona. Turnamos a las personas para mantenernos bien alimentados y no debilitaros demasiado. Por tu culpa, por tus ajitos y tu crucecita a Agus y otros vecinos les han tocado mordidas dobles. Por tu culpa tu comunidad está cansada y débil. No es por la gripe. No es por falta de vitaminas como dice Agus. ¿No te das cuenta de lo cansado que está últimamente? Bien, pues se debe nada más y nada menos que a tu berrinche para no ser mordida. Si no terminas esta historia de los ajos y las cruces tu querido Agus terminará padeciendo una anemia severa.
-         ¿Por eso se pasa todo el tiempo libre sentado frente a la televisión?
-         Bueno, no lo sé. ¿Desde cuando lo hace?
-         No sé, unos cinco o seis meses.
-         Ah, no. Eso entonces quizás lo haga porque le gusta. Yo empecé a morderlo hace tres semanas. Estará pasando por una racha de tele. A los hombres nos pasa eso de vez en cuando, televisión y cerveza y que se caiga el mundo.
-         ¿A los vampiros también?
-         Claro, de vez en cuando hay que descansar, mujer.
-         Ah, yo pensaba que ya no me quería.
-         No, no. La televisión y la cerveza son una cosa y el amor otra.
-         Ah, vaya. Pero últimamente es verdad que ha estado más débil el pobre.
-         Claro.
-         Entonces, ¿tengo que dejarte morderme?
Me miró de forma extraña. Casi creí percibir una mirada un tanto erótica y una sonrisa un poco perversa.
-         Sí –dijo entonces, volviendo a su seriedad suave-. No te preocupes, ni te vas a enterar.
-         Y, ¿me convertiré en una vampira?
-         ¿Quieres que te convierta en vampira?
-         No sé. ¿Se vive bien?
-         Bueno, tiene sus cosas. Tienes toda la eternidad por delante, te olvidas de la enfermedad, llega un momento en que puedes dejar de trabajar y dedicarte a realizar tus sueños y todo eso. Yo, por ejemplo, ahora estoy estudiando piano. Siempre había querido estudiar piano. Esta generación quiero ser pianista.
-         Pero, ¿no te sientes solo?
-         ¿No te acabo de decir que somos muchos? Millones. En general, nos llevamos bien entre nosotros. En general, la verdad es que somos bastante divertidos. Más que vosotros. No tenemos tantas preocupaciones. Y la muerte, ese fenómeno que tanto os agobia no nos preocupa. Podemos elegirla si queremos.
-         Suena bien.
-         Sí, no está mal. Claro, siempre hay alguna época, cada cambio de generación, en que hay que hacer trámites. Burocracia, cambios de nombre, nuevas identidades para pasar desapercibidos. Los trámites son una lata, pero fuera de eso está bastante bien. Hasta hemos diseñado unas máscaras que nos hacen parecer más viejos por si nos relacionamos con humanos, para que no se sorprendan de tanta juventud.
-         ¿Os relacionáis con humanos?
-         A veces. No es muy buena idea porque al final se mueren y claro, uno lo pasa mal.
-         ¿Y qué pasa con los que se mueren?
-         Yo qué sé. Soy un vampiro, yo no me muero.
-         ¿Y la luz?
-         ¿Qué?
-         ¿Ya no os molesta?
-         No, eso lo superamos hace ya mucho tiempo. Cosas de la evolución. Parece que también funciona sobre nosotros.
-         ¿Cómo te llamas?
-         Utanapishtim
No pude evitar reírme.
-         En serio. No me dirás que eres tan antiguo. ¿Sumerio?, ¿cómo Utanapishtim el lejano?
-         Ése soy yo.
-         ¡Utanapishtim!, ¿el de la epopeya?, el primer inmortal?
-         El mismo. Encantado. Aunque la epopeya como sabrás distorsiona un poco la realidad. Pero ahora uso otro nombre porque el mío me causa problemas cuando hago trámites. Llama mucho al atención. Ahora me hago llamar Jacinto.
-         Jacinto, ¿por qué?
-         Porque me gusta, no te jode.
-         Ya.
-         ¿Te puedes ir quitando la cruz?
-         Yo escribo cosas sobre los sumerios. Me gusta esa parte de al historia.
-         Sí, he leído algo. Siento decirte que casi todos los datos que existen en la actualidad son interpretaciones bastante erróneas.
-         ¿De verdad?
-         Sí. No sólo esa época. La historia en general. Miles de datos mezclados con la poderosa imaginación han deteriorado mucho la realidad. Además hay otra cuestión. A veces, nosotros mismos alteramos la información, movemos piezas, llevamos fósiles de un lado a otro, manuscritos...
-         ¿Por qué?
-         Bueno, sólo lo hacemos de jóvenes, para divertirnos, yo que sé. Cosas de la adolescencia. A los vampiros adolescentes les encanta hacer esas cosas. Total, da lo mismo.
-         Y, tú, ¿lo recuerdas todo?, ¿todo desde hace tres mil años?
-         Bueno, algunas cosas. También llevo diarios, me gusta escribir. Tengo una colección de cientos de volúmenes que contienen la verdadera historia de la humanidad. Claro, desde mi punto de vista. Pero más cercano a los sucesos reales que las que vosotros os inventáis.
-         ¿Puedo verlos?
-         Quítate la cruz
-         ¿Me quieres morder ahora?
-         No, cuando duermas, pero te la puedes ir quitando.
-         ¿Y sois felices los vampiros?
-         Bueno, en general, una persona que elige vivir para siempre lo hace porque ha encontrado cosas muy curiosas en este mundo, cosas que le gustan. Y siempre podemos escoger morir. Le pides a alguien que te clave una estaca porque lo de salir al sol ya no funciona. Pero aunque te parezca raro, son pocos los que se van. Alguno que otro decide morir, pero casi todos somos muy antiguos y nos quedamos porque disfrutamos, nos lo pasamos bien. Sí, yo diría que somos felices, nos gusta este mundo, algunas cosas. Una parte.
-         ¿Más felices que los humanos?
-         Ah, ¿los humanos sois felices?
-         Bueno, algunos, supongo.
-         No. Mucho más. Somos mucho más felices. Y nada violentos. Felices, pacifistas y hasta tenemos más conciencia ecológica que vosotros. Quítate la cruz.
-         Pero, ¿si me conviertes en vampira, podré seguir con mi vida, tal como es ahora?
-         Sí, claro. Supongo que querrás mantener las amistades humanas de esta generación, así que te puedo enseñar cómo preparar las máscaras. En la próxima vida, cuando esta generación desaparezca tendrás que hacer algunos trámites, pero bueno, vicisitudes burocráticas. Te puedo ayudar.
-         ¿Y tú vas convirtiendo a todos los que te lo piden?
-         No, en realidad... bueno... –se sonrojó.
-         ¿Qué?
-         Es que..., bueno..., esperaba que me lo pidieras, porque...
-         ¿Qué?
Continuaba sonrojándose y empezó a darse golpecitos en la pierna con una mano.
-         Bueno..., me gustaría que fueras mi novia.
Lo miré anonadada.
-         ¡Joder!, ¿así ligáis los vampiros?
-         ¿Qué pasa?, ¿qué tiene de raro?, bueno, ¿quieres ser mi novia o no? Quítate la cruz –dijo un poco nervioso.
-         ¡Joder!
-         ¿Qué?
-         No sé si has notado que yo vivo con Agus. Ya tengo un novio y somos muy felices.
-         Pero si todo el día está en la tele. No te hace caso.
-         Tú mismo has dicho que eso no tiene nada que ver con el amor.
-         Bueno, da lo mismo, Agús morirá.
-         ¡¿Lo vas a matar?!
-         No, mujer. Digo que se morirá como todo el mundo, algún día. No tengo prisa, mientras podemos ser amigos, así nos conocemos un poco. Te puedo enseñar la verdadera historia de la humanidad desde los tiempos de Sumer y mientras puedes enamorarte de mis encantos. Y yo puedo ir pensando si me gustas de verdad o es una cuestión hormonal, sexo, endorfinas, todo eso...
-         ¿Y si me conviertes en vampira y yo convierto a Agus?
-         Bueno, él tendría que querer y dudo mucho que sea de los que quieren transformarse en vampiro.
-         ¿Por qué? A lo mejor quiere.
-         Prueba. No creo. Me arriesgaré. Quítate la cruz.
-         ¿Me vas a convertir en vampira mientras duermo?
-         No, para eso tienes que estar despierta, y duele un poco. Si te decides, avísame.
-         ¿Cómo?
Tomó un bolígrafo de la mesita y me pidió un papel. Garabateó algo.
-         Éste es mi número. Quítate la cruz y no te preocupes. Ni te vas a enterar, tomo pequeñas dosis. Y llámame cuando te decidas.
-         ¿Por teléfono? ¿No tenéis un sistema de comunicación telepático o algo así?
-         Que va, eso sólo Drácula.
-         ¿Existe?
-         No, es una novela, pero, ¡quítate la cruz, cojones!
-         Mira, me la voy a quitar porque te estás poniendo muy nervioso.
-         Gracias –dijo mientras sonreía dulcemente. Su voz hipnotizaba. Sus ojos también. Transmitían calma.
Me quité la cruz.
-         Gracias –repitió-, duerme tranquila. Sólo tomaré un poquito de tu sangre esta noche. Bueno, ha sido un placer charlar contigo, ahora me voy que tengo invitados a cenar en casa.
-         ¿Coméis comida?
-         Sí, por placer, aunque no nos hace ningún efecto.
Se levantó, entornó los ojos y una neblina ligera lo envolvió hasta cubrirlo por completo. La nube se deslizó por el comedor, dio un par de vueltas a mi alrededor y terminó por deslizarse por debajo de la puerta.
      Me quedé sentada en el sillón, inmóvil, mirando la cruz que había dejado en la mesita, y así permanecí mucho tiempo, no sé cuanto, hasta que un ruido de llaves me hizo mirar hacia la puerta.
-         ¡Agus! –exclamé emocionada, y me lancé a sus brazos.

V

Agus sonrió y me abrazó tiernamente durante unos breves segundos. Enseguida, me apartó suavemente y me dijo, como cada noche, “me estoy cagando de hambre”. Se dirigió a la cocina y yo lo seguí. Mientras lo observaba, delgado y un poco pálido, manipular los alimentos que colocaba cuidadosamente sobre un pedazo de pan, se lo conté todo.
-         Agus, el hombre de negro es un vampiro de verdad. Ha estado aquí. Te ha mordido. Ya sé que es difícil creerse una cosa así, pero es verdad.
Y seguí hablando mientras él, tranquilo, cortaba un tomate, untaba mostaza, arrancaba unas hojitas de lechuga.
-         Mierda –exclamó de pronto-, no hay cerveza. ¿Me acompañas a la tienda?, ¿te apetece pasear un poco?
VI
La noche estaba fría y la calle vacía, iluminada sólo por el anuncio blanco, resplandeciente, luminoso, con el que una compañía de seguros había decidido alumbrar la lóbrega oscuridad en la que antes se refugiaban las ramas secas de los árboles citadinos que, de alguna manera, se habían abierto camino entre el gris asfalto que cubría las aceras, levantándolas en algunas zonas, como si quisieran dejar muy claro que sus raíces, anchas y fuertes eran más poderosas que el ingenio humano que había intentado sepultarlas. Aquí y allá surgía entre el asfalto un delicado ramaje que se resistía a vivir en el subsuelo y clamaba por ser tocado por los escasos rayos de sol que, de vez en cuando, atravesaban las densas e inmóviles nubes que estáticas y amenazantes inundaban la ciudad durante seis largos meses; la larga y húmeda temporada de lluvia que en ciudades como ésta permitía observar durante largas tardes la furia del cielo, su desahogo transformado en gruesas y violentas gotas que se lanzaban a la tierra en todas las direcciones posibles sorteando paraguas e impermeables, formando charcos inmensos y pequeñas corrientes que de alguna manera encontraban la forma de deslizarse entre zapatos y calcetines.
Esa noche no llovía. Un aire ligero y fresco golpeaba la piel desnuda de la cara y las manos, y la humedad pegajosa del ambiente provocaba el deseo de desprenderse de toda la ropa para que la brisa se deslizara y corriera por toda la piel. En esas cosas pensaba, mientras me quitaba la leve chaqueta y dejaba que la brisa se deslizara por mis brazos y mis hombros cuando Agus se detuvo en seco a mirar fijamente el suelo.
-         Sorprendente. Increíble. Mira, mira –dijo emocionado-. Qué cosa más increíble esto de la naturaleza. Mira.
Me acerqué y miré el asfalto pensando que la capacidad visual de Agus era asombrosa y mágica, y fijé la vista para comprender el extraño fenómeno que había petrificado a mi amante causándole tan extraña impresión.
-         ¿Qué es?
-         Mira, mira –respondió Agus emocionado sin apartar la vista de la acera-. ¿No lo ves? Es increíble. Una ciudad de veinte millones de habitantes. Asfalto cubriendo todos los rincones, una contaminación alucinante y aún así, mira, la acera llena de rincones desde los que se asoman pequeñas plantitas verdes que brotan de cada pequeñísima, minúscula grieta. Incluso estos pedacitos, donde no parece haber ningún resquebrajamiento en el asfalto, están repletos de pequeñas briznas de pasto. La naturaleza es bestial. Brutal. Se abre camino desde los más minúsculos orificios.
Contemplé fascinada los brotes verdes en medio de la acera y percibí con Agus la fuerza de la naturaleza intentando recuperar el terreno que el hombre le había quitado. Miré a Agus con ternura y le dije:
-         Quiero ver el mundo con tus ojos. Lleno de verdes y de sorpresas. En el mío en cambio vampiros casi amenazantes nos desangran lentamente...
Agus me pasó el brazo por los hombros.
- Anda vamos, que me estoy cagando de hambre.
VII
No hubo forma de que Agus me tomara en serio. Por mucho que intenté explicarle mi experiencia con aquel ser oscuro de la noche a quien la evolución había transformado en diurno, sólo logré un tierno abrazo, una mirada comprensiva y un comentario al aire: “que imaginación tiene mi amorcito, no te preocupes, yo te protegeré de cualquier vampiro que se acerque”.
            Esa noche Agus estaba cansado y no encendió la televisión. Se metió en la cama y se acurrucó bajo las sábanas acercando su cuerpo al mío. Al cabo de unos minutos se dio la vuelta dándome la espalda y se durmió enseguida. Con un gesto suave, pasé la mano por debajo de su cuello y le coloqué la crucecita de piedras brillantes. Me pegué a su espalda, lo abracé y permanecí despierta un largo rato. Tenía miedo. Deseé haber tomado accidentalmente alguna droga y que mi conversación con Utanapíshtim-Jacinto hubiera sido una alucinación. No supe cuanto tiempo pasó hasta que, por fin, me sumergí en un sueño ligero e inquieto.

VIII

Era sábado. Sentía la cabeza muy pesada y abrir los ojos me pareció un esfuerzo demasiado tremendo, así que los mantuve cerrados. Empecé a adormecerme otra vez cuando una voz alegre y fresca me arrancó del estado de ensoñación en el que me sumergía.
-         ¡Buenos días! ¡Es hora de ir a correr un poco! ¿Vienes?
La voz de Agus me retumbaba en los oídos. Gruñí un poco y me di la vuelta. Sentí su mano acariciar con cierta brusquedad y rapidez mi cabeza y su voz otra vez retumbó en la habitación.
-          ¡Muy bien!, ya veo que no vienes. Un poco de descanso te vendrá de maravilla. ¡Qué bien me encuentro hoy! ¡Hasta luego!
Creo que volví a gruñir y enseguida me quedé profundamente dormida.
Todo se desvaneció a mi alrededor hasta que, otra vez, una voz que me pareció estridente me hizo despertar por completo.
-         ¡Pero, bueno! Hoy sí que has descansado, ¿eh? Me doy una ducha y nos vamos a desayunar por ahí.
Agus había recuperado la vitalidad y a mí me costaba un poco moverme. Hice un pequeño esfuerzo para sentarme en la cama y empecé a buscar marcas en mi cuerpo. Tomé un espejito de la mesita de noche para revisar el cuello. Nada. No había pruebas.
-         ¿Qué haces? –preguntó Agus.
-          Buscando marcas de mordeduras –dije con una voz que me pareció muy ronca.
Agus me miró, lanzó un silbido, y colocó su dedo índice a un lado de su cabeza. Lentamente, empezó a girarlo.
-         Loca de remate.  ¿Mordeduras de serpiente? –preguntó.
-          No, de vampiro –le dije.
Por la tarde, Agus se marchó al trabajo y yo aún me encontraba débil. Estaba tumbada en el sofá, deseando que pasara el sopor cuando sonó el teléfono.
-         ¿María?
-          ¿Sí?
-          Hola, soy Jacinto. Te llamo para pedirte una disculpa. Me pasé. Tomé demasiada sangre, pero es que desde luego, estaba tan buena. Y pensé que te lo merecías un poco, al menos una vez. Te prometo ser más moderado en próximas ocasiones.
-          ¿Dónde me has mordido?
-          En el dedo pulgar del pie derecho.
-          Eres un poco raro, ¿sabes?
-          No quería dejarte marcas por el cuerpo. Bueno, mañana estarás como nueva, y la próxima vez ni lo notarás. Sólo te costará un poco despertarte, pero nada que un buen café no pueda solucionar.
-          ¿Cuándo me volverás a morder?
-          Cuando quieras, amor mío.
Pensé que quizás lo que necesitaba era pasar una larga temporada alejada de los hombres. Colgué el teléfono y volví a sumergirme en aquel estúpido sopor que me acompañaría durante el resto del día.

IX

Era domingo. Sentada en la cama, observaba las dos manchas de sangre seca en el pulgar. Agus se movió un poco, tosió y entreabrió los ojos. Se estiró un poco, bostezó, se frotó los ojos, y con un golpe brusco apoyó su cabeza en mi muslo.
-         Andaaaa, acaríciame la cabeza un poco.
Acerqué mi dedo pulgar a sus ojos.
-   ¿Qué es eso? ¡Te ha mordido una culebra! ¡Qué marcas más grandes!
Como un cazador, levantó la cabeza y acechó durante unos segundos, recorriendo con su mirada la habitación en busca del bicho agresor. Apartó las sábanas e inspeccionó la cama.
-         Que no ha sido un bicho, Agus.
-         ¿Qué ha sido?, ¿qué ha sido?
-         El vampiro. Se llama Jacinto. Le conoces, pero no te lo crees.
-         Me estoy empezando a preocupar. ¿Cómo te has hecho esto? Vale, ya está bien. Vístete.
-         ¿Por qué?
-         Vamos a buscar al vagabundo este y vamos a hablar con él hasta que se te quite de la cabeza la tontería del vampiro.
-         ¿Tu no tienes marcas?
-         ¿Yo?
-         Sí, en el pulgar o por ahí.
Agus revisó cuidadosamente su pie derecho. Luego, el izquierdo. De pronto, se quedó petrificado.
-         ¿Qué es esto?
-         ¿Qué?
Me mostró su talón. Dos marcas iguales a las mías resplandecían, ya más añejas, en la parte inferior.
-         Vamos.
-         ¿Adonde?
-         A buscar al vagabundo y a comprar matabichos.
X
Los domingos, las calles de la colonia permanecen vacías. Calles anchas, iluminadas por un sol intenso y rodeadas de casas y edificios con balcones inundados de plantas de todas las variedades y colores imaginables que contrastan con el gris sucio de las fachadas y las aceras. De vez en cuando, un coche rompe el silencio, el inaudito e incomprensible silencio de los domingos que hace olvidar que la colonia se encuentra inmersa en una superurbe de más de veinte millones de habitantes. Los domingos, este barrio es como un pequeño pueblo fantasma y vacío, de avenidas anchas y aceras un poco estrechas, en las que Agus camina deteniéndose, siempre asombrado, ante las pequeñas briznas de hierba que parecen querer romper el asfalto.
-         Increíble –dijo como decía últimamente –Increíble. Qué fuerza la de la naturaleza.
Recorrimos las calles donde Jacinto solía sentarse, pero no estaba. Quizás los neovampiros no salen los domingos. Agus se empeñó en comprar matabichos. De vuelta a casa, volvimos a recorrer el territorio de los antiguos seres de la noche, pero ni rastro de ellos.
-Increíble –volvió a decir Agus al ver una planta realmente grande que se asomaba buscando el sol desde las profundidades de una grieta en la pared de un edificio.
-Vamos a rociar la casa de matabichos –dijo –y mientras se ventila un poco podemos pasear un rato, a ver si por casualidad aparece el vagabundo que te tiene tan perturbada.
-Tengo su teléfono.
-¿Qué?
-Tengo su teléfono. Le podemos llamar.
Agus me miró de reojo con preocupación. Pasó su brazo sobre mi hombro y me dio un beso en la mejilla.
-Muy bien. Vamos a llamarle.
En cuanto entramos a casa Agus roció el bote entero de matabichos.
-         Joder, Agus, te has pasado, aquí no se puede estar.
-         Joder, me he pasado, salgamos de aquí, qué peste.
Estábamos otra vez en la calle.
-         Supongo que tardará un par de horas en disiparse.
-         O más.
-         Bueno, podemos pasear.
-         Muy bien.
Y cuando doblamos la esquina, allí estaba. Sentado, tranquilo, en un banco frente a la iglesia.
-         Mira, mira –dijo Agus –¡el vampiro!, ¡vamos!
Me tomó de la mano y aceleró el paso.
Jacinto levantó su mirada y sus ojos se posaron sobre los míos con ternura. Enseguida, miró a Agus y su expresión cambió al percibir que caminábamos directos hacia él. Durante un momento muy breve con un gesto casi imperceptible expresó cierta preocupación, pero enseguida sus ojos se llenaron de calma otra vez y los mantuvo fijos sobre los míos hasta que nos detuvimos a su lado.
Jacinto nos miró en silencio. Agus y yo lo miramos en silencio. Miré a Agus y me di cuenta de que estaba pensando qué debía hacer ahora. Mientras nos mirábamos, Jacinto parecía entretenido, y en su boca se formó una pequeña mueca similar a una sonrisa reprimida.
-Hola –dijo al fin Agus –perdona que te molestemos. Resulta que mi novia a estado un poco inquieta últimamente, ya sabes, estrés y todo eso y ahora se entretiene pensando que eres un vampiro. ¿Podrías enseñarle los dientes? O, no sé, hacer algo para quitarle esas ideas de la cabeza. No te molestaría si no empezara a estar preocupado.
Jacinto me miró decepcionado.
-Lo has contado –dijo en un tono triste –has contado mi secreto. No lo esperaba. Gran traición.
-A Agus se lo cuento todo.
-¿Qué? – exclamó Agus - ¿de qué habláis? Madre mía, el loco es él.
Jacinto miró a Agus resignado durante unos segundos, se levantó despacio, se acercó unos centímetros y mientras emitía un extraño sonido separó los labios mostrando unos afilados y brillantes colmillos. Mis ojos se nublaron y lo vi, entre sombras, elevándose del suelo y revoloteando alrededor de nosotros mostrando sus afilados dientes. En unos segundos la visión se desvaneció y Jacinto estaba otra vez de pie, tranquilo, ante nosotros, inmóvil. Miré a Agus. Al parecer, él también había visto lo mismo.
-         ¡Joder!, ¡Joder!, ¿qué ha sido eso? –gritó Agus de pronto.
Me tomó del brazo, se alejó unos pasos de Jacinto, tiró de mí para que me colocara tras él y gritó:
-¡Atrás, bestia! –mientras con los dedos índice de las manos formaba algo parecido a una cruz.
Jacinto permanecía quieto, sonriendo. La serenidad parecía no abandonarle nunca, y casi susurrando, dijo:
-Calma.
-¡Atrás! –repitió Agus sin dejar de hacer la señal de la cruz.
-¿Ves como todo es verdad, Agus?. No pasa nada. Es un neovampiro feliz, no le interesa hacer daño a las personas.
Agus me miró.
-¿No?
-Creo que no.
-No –dijo Jacinto serenamente –Anda Agus, vamos a tomar una cerveza. Tenemos que hablar un poco.
-¿Qué? –dije yo –no se te ocurra hacerle nada.
-¿Qué le voy a hacer? Sólo tenemos que discutir algunos asuntos.
-¿Qué asuntos? –pregunté.
-Sí, ¿qué asuntos? –preguntó Agus.
-         Cosas de hombres.
-         María, no te preocupes. Voy a hablar con él.
-         No.
-         No te preocupes –dijo Jacinto –sólo vamos a charlar un rato.
-         No te preocupes –repitió Agus.
-         No le hagas nada –le dije a Jacinto.
-         No le voy a hacer nada. María, no le hago nada a la gente. Soy un vampiro, no una bestia. Sólo un poco humano, lo que me queda. Pero no tan humano como para ir causando daño a los demás. Somos una especie civilizada.
-         No te preocupes –volvió a decir Agus.
Y empezaron a caminar despacio, y yo miré cómo se alejaban.
-¡No le hagas nada!
Y los dos me miraron, tranquilos, sonriendo, y doblaron la esquina haciéndome un gesto de despedida con la mano.
XI
Habían transcurrido ya muchas horas desde que Agus y Jacinto se habían marchado. Marqué al teléfono de Agus y oí como sonaba en la cocina. Siempre se le olvidaba. Por alguna extraña razón, no me sentía realmente preocupada. Había creído por completo las palabras de Jacinto y pensaba que si hubiera querido atacar a Agus lo podría haber hecho hacía ya mucho tiempo. Salí al balcón. Estaba oscureciendo. El efecto atardecer había pasado y sombras oscuras se extendían por la ciudad silenciosa. Encendí un cigarro y contemplé la calle vacía, fijando la mirada en la esquina y esperando ver aparecer a Agus en cualquier momento. Dos siluetas aparecieron a lo lejos y se acercaron caminando lentamente. No eran ellos. No sé cuánto tiempo pasó. Me senté en el balcón y fumé, atenta a las siluetas que aparecían de vez en cuando y pasaban de largo, hasta que reconocí a Agus caminando lentamente, con las manos en los bolsillos, deteniéndose de vez en cuando a mirar algo, probablemente las fabulosas briznas de hierba que crecían en el asfalto. Al fin llegó. Oí sus pasos mientras subía las escaleras. Cuando apareció en el rellano corrí hacia él y lo abracé.
-         ¡Agus! ¡Por fin!
-         Me estoy cagando de hambre- dijo, mientras me abrazaba.
-         ¿No habéis comido nada?
-         No. Bueno, cacahuetes, patatas y cervezas.
-         Yo también tengo hambre, no me había dado cuenta. No sé cuánto tiempo he pasado en el balcón fumando y esperando.
Nos dirigimos a la cocina abrazados.
-         Yo preparo la cena –dijo Agus- ¿Bocadillos de jamón?
-         Sí.
Le miré el cuello disimuladamente mientras untaba mayonesa en el pan. Se dio cuenta y sonrió.
-         No me ha mordido -dijo sonriendo.
-         ¿Te gustaría ser un vampiro?
-         No, cariño.
-         ¿Por qué?
-         Bueno, tendría que pensarlo. Es una cuestión que no me había planteado. Por ejemplo, Drácula se volvió vampiro por amor, para reunirse con su amada. No tiene ningún sentido esperar toda la eternidad para encontrar el amor, si ya lo tengo enfrente.
Lo miré con ternura.
-         Te quiero.
-         Y yo a ti. Y me estoy cagando de hambre.
-         Pero, ¿sabes qué? Drácula no tiene nada que ver con esto, es una novela. ¿No te ha explicado Jacinto qué bien viven?, lo de tener tiempo, no tener que trabajar, vivir tranquilo.
-         Pero entonces no envejeceríamos juntos. Yo quiero irme haciendo viejo contigo y al final morirme. Una vida completa me es suficiente.
-         Entonces, para ti ¿el sentido de la vida es el amor?
-         Y la cerveza, y la comida, y las emociones y el viaje y la incertidumbre. ¿Quieres que nos hagamos vampiros?
-         No.
-         Muy bien, pues vamos a cenar.
-         ¿Qué te ha dicho Jacinto?
-         Bueno, en general hemos estado hablando de fútbol. Me ha contado unas cuantas cosas de la vida de los vampiros. Creo que está un poco enamorado de ti, así que le he dicho que como se te acerque lo mato.
-         Eres muy valiente.
Agus enderezó la espalda orgulloso.
-         Ya está la cena. Ah, y no te preocupes. Le he dicho que no te muerda más, que te quedas muy débil, así que me morderá a mí. Tú, relájate y descansa.
-         ¿Qué?
-         Eso.
-         No, Agus, que te va a sentar mal.
-         Tú, tranquila.
-         Que no. Que cuando estás cansado no hay quien te aguante. Tengo un plan mejor. Vámonos a vivir a algún lugar en el que no haya vampiros.
-         Pero dice Jacinto que son muchos. Debe haber por todas partes.
-         Se lo podemos preguntar. A lo mejor hay alguna zona donde aún no han llegado.
-         Bueno, puede ser. A mí esta zona no me gusta demasiado.
XII
Estábamos sentados en el balcón cuando los vimos por primera vez. Al principio no le dimos importancia. Llevábamos unos meses viviendo en un piso maravilloso con un balcón con vistas a la montaña y a un pequeño río. Nos costó un poco distinguirlos al principio, porque sólo aparecían al atardecer y volaban muy rápido. Primero Agus pensó que eran golondrinas. Luego, mariposas oscuras.
Al cabo de unos días Agus empezó a sentirse a cansado. Habían llegado, pero esta vez decidimos no tomarnos el asunto demasiado en serio y, a veces, por la tarde nos sentábamos en el balcón a observar el vuelo de los murciélagos. De vez en cuando Agus les gritaba: “Ei, no me mordáis esta noche que mañana tengo un día pesado. Y saludos a Utanapishtim si lo veis por ahí”.
Por suerte, los nuevos vampiros que llegaron al barrio también eran amables y, nunca, cuando les pedíamos que no nos mordieran, nos levantamos cansados.

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