miércoles, 26 de noviembre de 2008

El remiendo del cielo

Durante cientos de años habíamos creído en la palabra de los científicos. Después del vacío que provocó la muerte de todos los mitos y las religiones en una gran cantidad de seres que habían basado su existencia en la creencia y en la fe, vino, por supuesto, un periodo de crisis. Pero enseguida la ciencia se hizo cargo de todo y, poco a poco, se demostró que, en efecto, en algún momento hubo un dios, pero que hacía millones de años que ese dios, esos dioses, más bien criaturas extrañas que habitaron el universo quién sabe hace cuánto tiempo (nadie llegó a entender esas unidades de medida tan complicadas que los científicos utilizaron para dar la noticia), como los dinosaurios, se extinguieron también, aunque sin dejar huellas tan claras de su paso.
Pero lo habían demostrado. Largas ecuaciones para explicar el origen del primer mito demostraban que el ser humano no sólo no contaba con el perdón de un dios inmortal y protector, sino que además era el único ser que poseía plena conciencia de sí mismo y de su existencia en todo el universo conocido.
Al principio hubo caos. La noticia causó conmociones e incluso revueltas, hasta que libros más ligeros, diseñados para que un niño de cinco años pudiera comprenderlos, explicaron a las masas el proceso, los argumentos y las conclusiones. En efecto, ya no había Dios. El ser humano debía redescubrirse, solo consigo mismo debía inventar un destino, un sentido, y hacerse cargo de sí.
Y con el paso de los siglos, las religiones y los mitos murieron y el ser humano aprendió que era él, solo, el responsable de su vida y de sus actos. La Teoría del Polvo Cósmico adquirió popularidad, y aunque la religión había sido completamente olvidada la frase “del polvo vienes y polvo serás” adquirió un nuevo sentido: el Polvo Cósmico, eso éramos, millones de partículas integradas momentáneamente en forma de seres humanos, que al desintegrarse, volverían a convertirse en polvo cósmico, polvo espacial, interestelar.
Al parecer, esta idea generó nuevas esperanzas, ya no había un paraíso por el cual sufrir, ahora se podía ser feliz aquí en la tierra, la humanidad había adquirido ese derecho, y luego: polvo cósmico viajando por todas las galaxias, por todos los universos.
Y todo estuvo mejor. El sol girando alrededor de La Galaxia, los planetas alrededor del sol, las estrellas titilando y viajando por el universo, y La Galaxia moviéndose también por espacios desconocidos, y en aquella inmensidad una nueva humanidad, un poco más serena que las que habían existido en el pasado, aprendió a vivir sin remordimientos en un universo en donde a pesar del caos aparente todo era orden.
La Teoría del Orden Galáctico tuvo tal éxito que la humanidad acabó ordenándose a sí misma. Se olvidaron las guerras, los fanatismos... la ciencia era el progreso, la armonía y la paz. Todos querían descubrir, inventar, crear, pensar en el Polvo Cósmico viajando entre estrellas y universos...
Por fin el ser humano había olvidado el caos y ahora lo unificaba todo en un orden perfecto y armónico: la Paz Cósmica.
Y durante cientos de años todos creímos en la palabra de los científicos.
Hasta aquella noche.
“Un eclipse singular”, habían anunciado. Pocos habitantes del planeta se lo perderían. Los fenómenos como el movimiento de los planetas, el crecimiento de las plantas y las leyes físicas y químicas que regulaban el orden de las cosas eran admirados por todos y todos querían verlos. Así que esa noche al menos tres cuartas partes del planeta habían salido a contemplar aquel “eclipse singular”. “¿Qué es eso?”, se preguntaban, “¿un eclipse singular?”.
Entonces sucedió, ante la mirada atónita de millones de personas: el cielo se rajó. Primero una pequeña lucecita blanca en la noche oscura, que poco a poco creció hasta convertirse en una gran grieta, una raspadura de luz blanca en la noche. Y enseguida, sombras. Muchas sombras en la franja de luz que parecían intentar tirar de un lado de la grieta para unirlo con el otro. Lo lograron. La grieta se cerró y la noche volvió a ser oscura. “¿Eso era un eclipse singular?”, preguntaron algunos. Muchos se sintieron inquietos, ninguno de los miles de libros de divulgación científica, comprensibles hasta para un niño de cinco años, explicaba algún fenómeno similar al que había sucedido la noche anterior. Pero la inquietud no se quedó en eso. Al día siguiente, cuando las personas salieron a la calle en busca de los periódicos científicos intentando encontrar una respuesta, miraron, como era ya una costumbre hacer, el cielo, y lo que vieron allí los dejó mudos de asombro. En el cielo azul, claro, despejado de nubes, se podía observar, allí donde la noche anterior parecía haberse resquebrajado, un remiendo. Una larga grieta remendada.
La tensión aumentó. Los periódicos científicos no daban ningún tipo de información. Nadie sabía qué sucedía. “¿La ciencia no tenía una respuesta?”, “¿podíamos seguir confiando en la Teoría del Polvo Cósmico?”, “¿era cierto el estricto orden del universo?”.
Y entonces se supo. Gracias al periodista científico más reconocido en todas aquellas cuestiones de encontrar trampas e informaciones falsas, una ladilla para el cuerpo científico que quisiera mantener un secreto y un héroe para las masas deseosas de conocer todo lo que sucedía. Lo dijo suavemente, cabizbajo, casi sin querer creerlo él mismo..., todo era mentira. Todo. El sol, los planetas, las galaxias, la redondez de la tierra, los viajes espaciales...
“Se ha vuelto loco, claro”, dijeron muchos, pero eso sólo había sido la primera grieta, la primera resquebrajadura, como aquella que se veía imponente y remendada en medio del gran cielo azul. La información ya se había filtrado y no pasaron muchos años hasta que se supo: el periodista loco tenía razón. Todo era mentira, y al final la verdad no era otra que aquellos rumores que circularon en aquel periodo oscuro y lejano de la humanidad, en el que alguien dijo que la tierra estaba rodeada de un gran manto oscuro por la noche e iluminado de día, y que las estrellas no eran más que hoyos en ese manto, y, ¿tras él?, quizás algo nos observaba.
La humanidad se quedó helada. Todo el esfuerzo de los científicos por inventar un universo armónico y pacífico cayó por los suelos. Pero nadie se enfadó con ellos. Al fin y al cabo sólo buscaban que nos sintiésemos mejor.
Y, ¿ahora? Ahora ya nada es lo mismo.
Todos esperamos. Esperamos y miramos el cielo, y cada día despertamos deseando que todo haya sido un sueño y que la verdad que inventaron los científicos siga siendo la de siempre, y vivir en un planeta que gira alrededor del sol y de una galaxia, y convertirnos al final en ese infinito polvo cósmico y surcar los espacios..., pero entonces miramos el cielo y la vemos ahí, la grieta remendada, y recordamos que ya no sabemos nada y, como los antiguos galos, tememos que el cielo caiga sobre nuestras cabezas.
No somos ingratos. Agradecemos a los científicos todos estos siglos de paz.
Porque ahora tememos...


Cuento publicado en la revista Cuiria, núm 16, 2006, y traducido en la antología Petits pecats, somnis i fum, Associació d'escriptors Tirant lo Blanc de Catalunya, 2009.

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