sábado, 22 de noviembre de 2008

La lagartija del sur

Me gustaría ser una lagartija. Pero con dientes muy afilados para morder a los niños que viniesen a cortarme la cola sólo para ver como me crecía una nueva. Es por culpa de la conciencia que los humanos hagamos estas cosas. La conciencia provoca curiosidad y la curiosidad insaciabilidad. La insaciabilidad no es instintiva, es mental. La insaciabilidad es el pensamiento.
Por eso, a veces, me gustaría ser una lagartija, para no pensar, no tener conciencia de la muerte, de la vida, ni de nada, sólo del sol calentándome la espalda, mientras yo, la única lagartija con dientes, los mostraba alegremente a los atemorizados niños que se mantendrían alejados a causa de su gran filosidad y brillo.
El sol, mis afilados dientes, una roca, y esa roca en algún cálido lugar del sur en el que siempre hubiese sol y en el que pudiera sentirse un suave sofoco, constante y dulce que anulase cualquier posibilidad de deseo de movimiento. Me gustaría no desear nada nunca, más que ese sol y ese sofoco y ese calor.
Según alguien, la verdadera vida es algo así como buscar desesperadamente algo y, básicamente, hacer cosas. Una especie de lucha continua contra la insatisfacción. Por suerte, aunque la que escribe lo ve como una gran desgracia, todo eso parece que se pasa con la edad, cosa que a ella le preocupa y a mí me ha provocado una vaga esperanza. Quizá nunca sea una lagartija de verdad, pero quizás a cierta edad pueda empezar a parecerme, y entonces sólo me quedaría buscar la roca. Y esa roca sería lo único que tendría y sería fuerte, dura e inamovible, por lo que nunca pasaría miedo ni temería perderla. Y el sol, sus rayos, también los tendría, como regalito añadido. Entonces sería feliz. No es que ahora no lo sea. Lo soy, pero sólo en la medida en que se puede ser feliz no siendo una lagartija.
Tampoco estaría mal ser una anaconda. Me dedicaría a comer y a deslizarme por los árboles. Pero pensándolo bien una anaconda nunca será como una lagartija. A las anacondas no les gustan las rocas, ni el sopor, ni el sur. Quizás a las lagartijas las coordenadas tampoco les importen demasiado. Pero yo sería una lagartija sureña. No podría sentirme feliz siendo una lagartija del norte. Las lagartijas del norte probablemente se acabarían cansando de las rocas y se apuntarían a algún curso de informática y de inglés. Quizás hasta sintiesen la necesidad de trabajar para olvidar lo insatisfechas que se sienten y hasta buscarían a otras lagartijas con las que reunirse para quejarse o para distraerse. No. Yo sería una solitaria lagartija del sur y como mucho, quizás en algún momento me haría amiga de un enorme e inmóvil cactus espinoso, con el que nunca hablaría a pesar de que nuestra amistad sería profunda. Yo inmóvil en la roca, el inmóvil en la tierra, mirando el horizonte pero casi sin mirar, quietos, serenos. Quizás de vez en cuando nos observásemos con curiosa aceptación y a veces cruzásemos alguna mirada de complicidad. Pero tendría que ser un cactus muy silencioso. Yo sería una lagartija sureña silenciosa y tendría la piel muy áspera y arrugada. Sería una lagartija muy vieja. Una vieja lagartija sureña. Y nunca subiría a ningún metro, ni autobús, ni coche. Iría a todas partes en mis cuatro patas, si es que en algún momento tenía que ir a alguna parte. A buscar algún insecto si algún día la roca quedaba despoblada de alimento y tenía hambre.
Sería una lagartija muy vieja, sureña y completamente amoral. Aunque el cactus, mi amigo, lo sería más que yo. Su amoralidad no tendría límites y eso provocaría en mi una gran admiración, y él lo notaría y se sentiría sorprendido al principio y satisfecho más tarde, al comprender que yo nunca juzgaría su amoralidad. Comprendería, quizás, al cabo de algún tiempo, que no juzgaría absolutamente nada. Él tampoco lo haría. Nunca emitiría ningún juicio y esa sería la base de nuestra sólida y solitaria amistad. Una total aceptación y completa libertad. Él sabría que podría hacer todo lo que quisiera. Yo también. Y sólo provocarían nuestros actos, quizás, a veces, una cierta curiosidad por no entenderlos del todo, pero enseguida aprobación y apoyo. Aunque en realidad nunca haríamos nada. Sólo existiría la certeza de ser libres, amorales, inmóviles, pacientes y la vaga conciencia de una roca, los rayos del sol y la tierra.
El cactus sería tan libre que no sentiría empatía por nada. Sería amoral y aempático. Y a mí me daría lo mismo porque sería una lagartija vieja, sureña y feliz. Y sólo existiría algo en el mundo que fuese más feliz que nosotros. La roca. Porque su estado de conciencia sería menor al nuestro y se encontraría mucho más cerca de la plenitud y del sentido. Pero ni al cactus ni a mí nos preocuparía el asunto porque nuestra conciencia puramente sensitiva no perdería ni un gramo de energía en plantearse tales cuestiones. Sólo absorberíamos sol y en nuestra inconsciencia nos creeríamos inmortales porque no entenderíamos la muerte. Y quizás al morir, sin darnos cuenta, la roca absorbería nuestros restos y entonces seríamos dos viejos fósiles en la roca y hasta quizás en algún momento llegásemos a ser ella. Pero todo eso no lo sabríamos hasta que sucediese y en ese momento nos fundiríamos sin pensarlo, y sin habernos dado cuenta nos habríamos convertido en una roca inmortal que ya no sabría nada de cactus, ni de lagartijas, pero que sería una vieja roca sureña, con cactus y lagartija fosilizados, y feliz.
Aunque la roca también debería tener dientes afilados para morder a todos los que quisieran cogerla para tirarla al río.
La roca, sus afilados dientes y el sol.
Pero por ahora no quiero ser una roca. Sólo una lagartija sureña con la piel arrugada y los ojos pequeños. Tendría los ojos extremadamente pequeños y los usaría muy poco. Sólo para mirar al horizonte y, a veces, al cactus.
Pero no soy una lagartija. Por ahora sólo soy una persona que como el resto de las personas se dedica a hacer cosas la mayor parte del tiempo. Aunque cada vez que puedo, cuando no hay nada imprescindible por hacer, me marcho un poco lejos a buscar una roca y cuando la encuentro, cierro los ojos y pienso que soy una lagartija libre, que no tiene nada que hacer más que estar ahí. Son momentos. Los humanos tenemos el problema de tener una libertad que suele durar unos cuarenta minutos. A veces, con suerte, todo un domingo. Pero es una libertad de mentira. Nadie es tan libre como para poder vivir en una roca.
A veces me pregunto por qué se me habrá ocurrido nacer siendo persona. Nunca seremos lagartijas y mucho menos cactus o rocas por muchos inventos que hagamos. Siempre necesitaremos hacer, primero para defendernos de la naturaleza, a la que no entendemos y consideramos hostil, luego de nosotros mismos. Sin hacer ya no somos. Ahora ya no vale aquello del pienso, luego existo. Ahora es hago, luego existo.
Quizás no me importase ser una lagartija pensante. Siendo una lagartija el pensamiento no me importaría porque sólo lo utilizaría para entretenerme. Pero entonces ya no podría mirar el horizonte tranquila porque seguramente en algún momento me preguntaría qué es lo que hay más allá y surgiría la necesidad de ir a mirar. De encontrar algo a lo que nunca llegaría porque siempre habría más horizonte. Entonces ya no sería una lagartija sureña feliz. Sería una lagartija buscante y desde el primer momento, desde la primera duda todo habría terminado. Mi paz, la serenidad, la calma y la plenitud de la nada. Y no podría dejar de moverme porque desde ese momento siempre seguiría buscando, presionada quizás por el tiempo, ¿cuánto me queda?, y justo antes de morir me daría cuenta de que nada de lo que había visto me había dado la paz de la roca, ni el calor del sol, ni la profunda amistad del cactus. Y quizás quisiese correr y en un ataque de angustia, volver, lo más rápido posible a la roca, a avisar al cactus, a serenarme en el sopor del desierto y decirle, “no hace falta que salgas nunca de aquí”. Y quizás él me mirase divertido, y sabio, quieto, sereno, me dijese, “no tenía intención”. Y yo me daría cuenta entonces de su gran sabiduría y de mi enorme ignorancia e intentaría volver a estar serena y pensaría, “me gustaría ser un cactus o una roca” y ya nada nunca sería lo mismo. No. No me gustaría ser una lagartija pensante. Sólo una vieja lagartija sureña descansando encima de una roca, con unos enormes, brillantes y afilados dientes.

Por: Elena

No hay comentarios: