sábado, 29 de noviembre de 2008

Nocturnos

I
Su nuevo estado le parecía maravilloso. En un breve instante entre la noche y el amanecer habían desaparecido, de pronto, todos sus miedos. Ahora ya no tenía que temer nada. Tenía tiempo. Siempre había tenido miedo del tiempo. De la brevedad. De al morir dejar algo inconcluso, dejar pendientes todas aquellas cosas que anhelaba conocer su infinita curiosidad, de dejar de buscar en algún momento, para siempre, para toda la eternidad. Aquel para siempre la abrumaba. No podía pensarlo sin que su cuerpo se revolviese en un estado de furiosa rebeldía, gritando desde algún rincón ¿por qué no puede ser? No anhelaba el poder de los dioses, no quería ningún poder en absoluto, sólo quería tiempo, no vivir con prisas, poder prescindir del límite para saborear cada cosa con calma, sin sentir a cada momento que estaba renunciando a demasiadas cosas por vivir sólo una.
Ahora todo eso ya no importaba en absoluto. Tenía tiempo. Tenía mucho tiempo. Toda la eternidad se hallaba, sin que ella acabase de ser consciente del todo, tocando con su existencia el infinito. Su palidez le pareció hermosa; la palidez fría de la muerte, que en realidad, no lo era; simplemente su cuerpo había cambiado. Y su mente había crecido. Demasiado y demasiado rápido quizás, pero se acostumbró enseguida. Su palidez se parecía a la calma que en ese momento sentía.
En su vida, nunca había permanecido tranquila, se encontraba siempre en un estado de búsqueda insaciable, en un intento por romper los límites, persiguiendo algo desconocido o inalcanzable que sabía de antemano que no tendría nunca, pero eso no importaba. Importaba sólo buscar y la satisfacción de vivir en la búsqueda. Ahora ya no hacía falta. Podía seguir, sí, pero sin buscar nada. Lo tenía. Era eterna. Pálida y eterna. El placer que sentía era indescriptible. Él también era eterno. Y pálido. Mucho más pálido que ella; y aquella blancura tan hermosa la fascinaba. Lo contemplaba, serena, agradecida, en su estado apacible. Estaba sentado, muy quieto, ante el gran
fuego de la chimenea y sus labios parecían brillar, rojos, en una sonrisa muy suave, casi imperceptible.
Él sintió su mirada y se giró lentamente, sin variar su expresión, hacia ella.
- ¿Por qué me has hecho? –le preguntó- ¿Ha sido por la soledad?
- No –dijo él -Nunca he temido la soledad. Me gusta, ha sido una de las cosas que siempre he deseado, estar solo. Estar solo y ser libre es algo muy parecido y siempre sueño con la libertad. No ha sido eso. Has sido tú. No podía soportar que algún día dejaras de existir. La soledad tiene su esencia cuando no existe otra persona con la que compartir, con la que comunicarse. Tú eres diferente. Te prefiero a la soledad. Eres mejor.
Ella asintió ligeramente y le sonrió sin acabar de entender muy bien en qué lo sería, en qué se diferenciaba del resto y cómo él lo había percibido.
Lo había notado a lo largo de su vida. Se había encontrado, desde siempre, en un estado muy alejado de aquél en el que permanecían el resto de las personas, pero nunca había podido explicarse qué era aquello que la diferenciaba. A veces, aquella falta de capacidad para comunicarse con el género humano le había provocado inseguridad, pero ahora esa sensación desaparecía. Ya no tenía que conectar con aquella especie misteriosa a la que nunca había entendido del todo. Siempre había sido recíproco. La especie tampoco la entendía a ella. Y ahora, de pronto, un ser extraño, diferente, de otra raza, había entrado en ella, en lo más profundo de su mente y había comprendido aquello contra lo que había luchado durante toda su vida, y ese algo dejaba de ser monstruoso y se volvía suave, querido, deseado. Eso la hacía sentirse bien. Se encontraba demasiado bien y aquello le parecía extraño. La calma. La deseada calma. Se preguntó, de pronto, cómo podía quererla. No. No era eso. Lo que se preguntó en realidad fue si ese extraño ser distante y frío era capaz de querer. Intentó buscar la respuesta en sí misma. Intentó descubrir en su cuerpo, en aquel nuevo estado, alguna sensación parecida al amor. ¿Qué sentía? Lo miró durante un rato, largamente, intentando encontrar dentro de sí un vestigio de cariño, algún pequeño rastro de amor, y sintió algo, pero no era lo que estaba buscando. No era aquel amor frágil, apasionado, egoísta. Lo que sentía no tenía nada que ver con eso. De hecho, no sabía si realmente sentía algo.
- ¿Cómo queremos? –preguntó.
Él la miró y en su mirada creyó percibir un brillo divertido, como si aquella pregunta le hubiera hecho gracia.
- Es difícil -dijo entonces. Y su mirada cambió. Ya no era divertida. Pensaba en algo y por unos momentos estuvo muy lejos- ¿Cómo explicártelo? Al principio tampoco yo lo sabía. Creía que no éramos capaces. Que ese tipo de sensaciones nos estaban prohibidas. Que después de la muerte no se podía amar. No es así, pero no es como antes. Es algo más..., puedes penetrar en el último rincón, en el más profundo, en el último pensamiento y entenderlo y quererlo. Querer ese pensamiento, que es la esencia, y desear tan sólo que aquel pensamiento exista, que otro ser, otra mente creadora, esté. Simplemente eso: que esté, y poseerla a veces, y ser otras veces poseído por ella. No es amor humano. Ese dispararse de dos mentes unidas, diferentes, pero totalmente compenetradas. Ellos lo llamarían utopía. Pero nosotros podemos hacerlo. Podemos querernos así. No todos. No entre todos. La verdad es que sucede demasiado poco. En mi caso sólo ha sucedido contigo y quiero beber todos tus pensamientos, porque todos ellos me apasionan y de pronto los necesito. Por eso te he hecho.
Ella, a su lado, lo miró con una especie de extraña ternura y le acarició suavemente la mano. Entonces se giró despacio y se alejó hacia la penumbra de la habitación. “Yo no lo quiero” pensó, y el pensamiento le provocó un ligero escalofrío.
- No has de quererme –dijo él de pronto, y se sintió incómoda al percibir que él lo había sabido- No es necesario. Sólo quiero que existas siempre. Quizás algún día... Pero no debes obligarte. Eres libre. Te he hecho, pero no me perteneces. Puedes irte o quedarte. Sobre todo, antes que nada, eres libre. Eterna y libre.
Se estaba haciendo de día. “Eres libre”. El eco de aquellas palabras resonaba en su mente. Lo miró un segundo más, vio cómo con un gesto delicado deslizaba la pesada tapa del ataúd y la dejaba sola, sumergida en las sombras, con sus pensamientos, que, sin querer, se habían vuelto inquietos. “Eres libre”, siguió escuchando en su cabeza, en un suave susurro que la acompañó mientras se deslizaba hacia un estado de inconsciencia y se perdió en algún lugar remoto en un largo y profundo sueño.
II
Abrió los ojos despacio y se sintió extraño, como si algo muy importante hubiese sucedido y no pudiese recordarlo, en aquel estado de semiinconsciencia en el que se vive durante unos segundos al salir del sueño. Poco a poco las imágenes fueron llegando a su mente y una oleada de placer se fue apoderando de su cuerpo. Allí estaría ella. Quizá durmiendo aún a tan solo unos metros de distancia. Tenía tantas cosas que enseñarle. Harían tantas cosas juntos. No recordaba, en toda su existencia, haber sentido aquel deseo de compartir su solitaria vida con alguien. Pero ella era diferente, y ahí estaba. Suya.
Deslizó la tapa y salió del frío y negro ataúd. Su mirada se dirigió enseguida al otro ataúd y, de pronto, notó algo extraño. Algo andaba mal. La tapa. No estaba bien puesta. El ataúd no estaba cerrado del todo. Se acercó de un salto y lo abrió.
Una sensación de terrible angustia recorrió su cuerpo. No estaba. Y, por primera vez en su vida, al ver aquel espacio vacío sintió una soledad inmensa y sin querer, por unos segundos, se sintió traicionado, pero fueron sólo unos segundos. “Ha sido la impaciencia”, pensó, “sólo eso”.
Pero entonces recordó la noche anterior, la ausencia de ella cuando él le hablaba de amor, su distancia...“No me quiere. Anoche lo vi”. Le había dicho que no hacía falta. Que era libre. Pero en el fondo sabía que aquellas palabras no eran del todo ciertas. Sí, era libre. Pero él quería que le amara. Como él a ella. Quería compartir demasiado y le abrumaba la idea de que a ella no le sucediese lo mismo. Con un rápido movimiento se deslizó hacia la puerta y en unos segundos la noche lo envolvió todo. El frío helado hizo que por unos momentos se sintiese mejor, y en aquella calle, vacía y oscura, se quedó inmóvil durante un largo rato, dejando que la noche, el frío y el silencio lo rodearan y le trajeran, como siempre, aquel sosiego helado e imperturbable con el que tanto gozaba.
III
La primera sensación que había sentido al despertar fue un intenso deseo de salir corriendo, de huir de aquella caja fría y oscura, de aquel ser que le había dicho que la amaba, pero que era libre. Sí, era libre, siempre lo había sido y ahora, en cambio, algo la hacía sentirse atada. El amor de aquel ser extraño al que no quería, quizás. Tenía que salir de allí. Abrió la tapa y comprobó aliviada que estaba sola en la habitación. Sin perder un segundo saltó a la calle y corrió, intentando alejarse lo más posible. Quería estar sola. Quería entender, entender unas cuantas cosas, lejos de aquel que la había “hecho” y se alejó todo lo que pudo, corrió hacia los campos, lejos de aquellas calles estrechas, intentando encontrar algún lugar donde nadie pudiese molestarla.
IV
Estaba a punto de amanecer y empezaba a pensar que quizás ella no volvería. La había buscado por toda la ciudad, durante toda la noche. ¿Por qué no volvía? Le quedaba muy poco tiempo. Esperaba, aterrado, consciente de que no podía haberle pasado nada. No con su poder; pero no era eso lo que temía. No. Estaba bien. Simplemente no quería volver. Apuraba hasta el último momento. No quería estar con él ni tan sólo aquellos breves minutos que faltaban para el alba. Permanecía sentado, inmóvil, ante la inmensa chimenea y no se movió cuando la oyó entrar y deslizarse suavemente a su lado. Siguió mirando el fuego cuando ella le tomó la mano y la mantuvo entre las suyas y le dijo en un susurro casi imperceptible: “yo no te quiero. No como tú a mí. No podré hacerlo”. Entonces lo soltó y se dirigió lentamente a su ataúd. Casi sin ruido cerró la tapa y él volvió a quedarse solo ante el fuego, apurando el último segundo, intentando que el peso de aquellas palabras se hiciese ligero, y no se movió hasta que una ligera claridad empezó a quemarle los ojos. Entonces se metió en su ataúd. Y sólo durante unos segundos, durante aquel breve instante en el que se encontraba cerrando la tapa, se sintió, de pronto, muy, muy cansado.
V
La noche siguiente fue igual. Y la otra, y la otra. Ella se marchaba antes de que él se hubiera despertado y volvía pocos segundos antes de que saliera el sol. Ya no se acercaba a él. Pasaba, silenciosa, por la estancia y se metía en su ataúd sin decir una sola palabra. Él la miraba durante aquellos breve segundos, en silencio, intentando encontrar algún vestigio de amor en aquellas facciones que habían adquirido una palidez deslumbrante, una dureza terrible, y entonces buscaba en aquella mirada vacía, fría, pero no había nada. Sólo quizás, a veces, creía percibir en ella un destello de placer. De infinito poder. No la entendía. No sabía nada. Simplemente, desaparecía cada noche y cuando volvía su poder parecía haber crecido; demasiado en tan poco tiempo. Y cada noche estaba más lejos de ella.
Deseó no haberla “hecho”, volver a estar solo, con la quietud del fuego y de las sombras, y poco a poco, mientras las noches pasaban, la fue olvidando. Sólo aquellos segundos, aquellos breves segundos, en los que al volver ella, llenaba la estancia con una corriente helada, él, levemente, recordaba su existencia. Pero se acostumbró a ello también y la existencia de aquel ser, dejó, al fin, de preocuparle.
A ella, en cambio, no le sucedía lo mismo. No podía soportar verlo allí, tan sereno, paciente, acostumbrado a todo, aceptándolo todo; y cada noche, la visión de ese ser apacible, ante la chimenea, solo, brillando a la luz de las llamas le provocaba, cada vez más, una sensación extraña y terrible. No quería verlo allí, sentado, noche tras noche, para siempre. Aquella idea la obsesionaba; quería estar sola. Y al principio, sólo al principio y durante un momento que pasó demasiado rápido, se asustó al darse cuenta de lo que quería de verdad, de que lo quería todo para ella, la noche intensa, la estancia oscura, la libertad de la soledad absoluta. Para ser sólo ella. Sólo ella y la noche infinita. Y para ello, aquel ser, al que pertenecía, tenía que dejar de existir. Marcharse lejos no serviría de nada. Era todo lo contrario a lo que él había dicho. El amor que sentía hacia ella, el solo hecho de saber que el otro existía bastaba. Para ella era todo al revés.
La existencia de aquel ser le pesaba. El saber que estaba en alguna parte, que podía encontrarlo, volver a verlo, aunque se marchase lejos, la horrorizaba.
No tardó demasiado en tomar la decisión. Sabía cómo hacerlo. La luz del sol. Eso bastaba. Lo había observado. Nunca apuraba tanto el tiempo como ella, pero regresaba siempre unos pocos minutos antes del amanecer. Demasiado poco tiempo como para buscar otro lugar donde protegerse de la luz si encontraba éste cerrado. Lo haría esa misma noche y sería libre para siempre. Y la eternidad sería suya. Sólo suya.
VI
No había manera de entrar. Puertas y ventanas habían sido reforzadas de tal manera que hacían la entrada imposible. Había sido ella. La sentía allá dentro, al otro lado de la puerta, fría, helada. ¿Por qué?, ¿qué quería? No sintió miedo. Sólo una infinita tristeza. Por su propia estupidez y por la de ella. ¿Cómo podía haber pensado que no estaba preparado para algo así? Para una emergencia de este tipo. Pero no lo había esperado de ella. No de ella. Había previsto el no encontrar un día su apacible estancia, su frío ataúd, y tenía varios lugares a los que acceder en pocos segundos. Se enfureció. A la inmensa tristeza que sentía se unió una furia sin límites, una rabia intensa que intentaba desahogar el sabor amargo de la decepción que le había provocado aquella traición inesperada. Y gritó. Un grito aterrador invadió el silencioso espacio, y tras él, la nada, sólo un susurro, que suavemente, sin fuerza, en un tono de infinita paciencia, decía: “ábreme, te lo advierto”. Pero no sucedió nada. Después, el silencio.
VII
Lo había hecho. Oyó su grito. Oyó cómo gritaba enfurecido, y su suave susurro, que le pareció, quizás, demasiado resignado. Era apacible hasta en la muerte. No podía entenderlo. Nunca había entendido su serenidad, esa frialdad indiferente y monótona que, sin querer, admiraba y temía. Pero eso, ahora, ya no debía preocuparla. Se había librado de él y ahora estaba sola, y nunca más tendría que ver aquel rostro suave e imperturbable. Nunca más. Sola para siempre.
Salió a la noche y la encontró diferente, inmensa, llena. Se abría ante ella un espacio infinito para explorar, que la esperaba. Y después, más tarde, al volver, sería ella la que llegaría unos minutos antes y se sentaría frente al fuego, en apacible calma, después de la caza, después de la oscuridad...
VIII
Era su primera noche, que pasó demasiado rápida; una primera noche fugaz en la que no cazó sólo por hambre, sino por placer, y en la que se llenó de lujuria y gozo, hasta que un dulce sopor le indicó que faltaba ya poco, que debía volver. Tenía que darse prisa, así que corrió, pensando en aquella inmensa chimenea que la esperaba, y cuando llegó, cuando encontró la pesada puerta cerrada, las ventanas inaccesibles, un terror infinito se apoderó de ella, un terror helado se deslizó por todo su cuerpo y tuvo que sujetarse a algo, apoyarse para vencer el choque que en menos de un segundo se había producido en su mente. La inmortalidad y la muerte.
En un fugaz instante, en tan sólo unas milésimas de segundo, había dejado de ser eterna, y ahora, todo su cuerpo estaba comprendiendo, aterrado, que en pocos segundos iba a morir, unos segundos largos y suaves, helados, que la llevarían poco a poco a la oscuridad eterna. Para siempre.
Cayó al suelo, su cuerpo no podía soportar aquel peso, se sintió demasiado débil, y cegada por aquella claridad que empezaba a llenar las calles, sólo pudo decir en un murmullo que apenas se oía, “por favor..., por favor, ábreme... por favor...”.
Y mientras, el sol, con un brillo intenso, se posó sobre aquel cuerpo confundido que cargaba sobre él todo el peso de una terrible pérdida, demasiado instantánea, demasiado intensa para poder ser asimilada, y que mientras se quemaba soltó con todas las fuerzas que le quedaban un grito largo, aterrado, de dolor y angustia. Un grito que se perdió en el espacio inmenso sin obtener ninguna respuesta, y que, solo, libre, acabó apagándose suavemente dejando tras de sí un suave y apacible silencio.
IX
Miraba el fuego. Sólo miraba el fuego. Nada más. Mantenía su mente vacía y sólo la llenaba con el suave calor de las llamas. No quería pensar en aquel grito, ni en el silencio, ni en aquel tenue susurro que le pedía que abriera. Estaría solo siempre. No volvería a “hacer” a nadie. Sólo miraba las llamas y esperaba que algún día el dulce color del fuego pudiese llegar a devolverle la apacible caricia de la serenidad.


Cuento publicado en antología Flores nocturnas, Ediciones el taller, 2001, y en la revista Azot cienciá ficción, 1998.

1 comentario:

Carlota dijo...
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